Hoy se cumplen 51 años del fallecimiento de José Martínez Ruíz, más conocido como Azorín. Quizás se trate del autor importante más olvidado e ignorado de la Generación del 98. Baroja, Machado, Valle Inclán y Unamuno siguen teniendo una presencia inmaculada en el panteón de nuestra literatura, ¿pero qué ocurre con Azorín? Tiempo es ya de reivindicarlo y acordarnos de él. Sus obras lo merecen.
El problema de que para muchos el nombre de Azorín sea un fantasma del recuerdo de los antiguos BUP y COU radica, fundamentalmente, en el desastre que es la enseñanza de la literatura en nuestro país. Pero, también, por culpa de algunas ideas que sobre el autor pusieron en pie ciertos críticos con ínfulas de modernos. Ideas que calaron en el lector medio para ayudarlo a conformar el retrato de un Azorín que lo condujo a la condena y al olvido.
A golpes de modernidad y revisión absurda se terminó por asegurar que Azorín era un tipo terriblemente aburrido, de prosa prehistórica y cansina, incapaz de escribir una novela buena, que su campo era el ensayo —rancio y soporífero— y que su literatura era polvorienta y apolillada. Esta retahíla de adjetivos tan poco favorables contribuyeron de una forma decisiva a que el lector medio (a fin y al cabo es en el lector medio en donde perdura el escritor, no en la crítica especializada) se hartara de Azorín incluso antes de abrir un libro suyo.
Aunque me da la sensación de que la mayor losa que pudo echársele encima fue aquello de su incapacidad para novelar, de que era un hombre de ensayo y reflexión, circunstancia que inmediatamente provocó la desbandada de esos lectores que no quieren ni oír hablar de esforzarse con un libro, ni toleran que el autor los haga pensar con preguntas incómodas. Un autor de ensayo en una España descerebrada no tiene cabida.
Sin embargo, la literatura lleva siglos demostrándonos que desconoce la verdades absolutas y que sus fronteras son completamente imaginarias, y como tales, traspasables. Que si el teatro de Unamuno es más para leerlo que para ser representado, que si las novelas de Baroja están escritas de forma apresurada y descuidada, que si Galdós era retrógrado y garbancero, que si en La Regenta nunca sucede nada, que si El buscón es un libro zafio y grosero…
En la literatura debemos huir de estas verdades absolutas que son auténticas barbaridades. En el caso de Azorín, la verdad absoluta de que no era novelista es la que más lo ha dañado. Además, me parece el más injusto disparate de todos los que se esgrimen contra su escritura.
Y como ejemplo nos vale la trilogía conformada por sus tres primeras novelas: La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) —ambas en Castalia— y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) —Austral—. Si pensamos que Azorín es tachado de ser un autor anticuado podemos detenernos por un instante en las circunstancias que articulan esta trilogía: el protagonista Antonio Azorín es el propio autor a la búsqueda de su identidad, pero entendida como el encuentro de esa identidad en forma de respuesta a su existencia. Es decir, un tour de forcé del personaje con su yo interior, una narrativa hacia los adentros, una novelística introspectiva.
Semejantes mimbres para unas novelas escritas en los primeros años del siglo XX serán los mismos elementos que determinarán una gran parte de las novelas de la posmodernidad, con personajes en crisis interior producto de su desarraigo a causa de la caída de su sistema de creencias y por el fracaso ante el mundo exterior. Por otra parte, nos topamos con el trasunto del autor insertado como protagonista de las novelas de Azorín, sin por ello convertirlas en autobiografías, sino en lo que ahora se denomina autoficción, el género híbrido por antonomasia como producto de nuestros días.
Todos estos rasgos de modernidad ya aparecen en el Azorín de este tríptico. Y si alguien desea a un Azorín todavía mucho más intrépido lo invito a que lea Don Juan (1922) —Austral— y se pasme con los elementos de novela cuántica que se encierran en esta reescritura del tópico rebajado a un ser humano intemporal.
La voluntad es una de las mejores novelas que se han escrito en español. Es así de rotundo y determinante. Algo que resultará extraño, por no decir que inaceptable, para todo aquel que todavía prosiga arrellanado en el diván de esa absurda complacencia y comodidad que asegura que Azorín no sabía hacer novelas.
La voluntad es importante hasta el punto de que tal y como afirma E. Inman Fox en su introducción a la edición de Castalia, esta novela forma parte de un cuarteto de obras que está llamado a salvar a la ficción novelesca española estancada desde el siglo XIX. Y la coloca junto a Camino de perfección (1902) de Baroja —Caro Raggio—, Amor y pedagogía (1902) —Austral— de Unamuno y la Sonata de otoño de Valle Inclán —también en Austral y sustraída de mi biblioteca por una alumna de la Universidad de Indiana a la que tutoreaba—.
Menudo año de novelas ese bendito 1902. Aunque no comparto del todo la opinión de que la narrativa estuviera tan estancada como el Sr. Fox argumenta, es cierto que veníamos de una fórmula de novela realista agotada dado que en ese momento España era un país atrasado en muchos aspectos sociales, al menos retrasado en comparación con el espejo europeo, y en la novela podía ocurrir lo mismo en lo relativo a la incorporación de nuevas técnicas narrativas e innovaciones estilísticas.
Así que, el muermo de Azorín, el anticuado, el peñazo, estaba publicando con La voluntad una obra que rompía con la tradición anterior, uniéndose a otros escritores patrios que modernizaban el panorama con sus creaciones. Estas cuatro novelas mencionadas por el Sr. Fox abandonaban los cánones del fin de siècle decimonónico y presentaban nuevas aportaciones decisivas para lo que sería la narrativa española del siglo XX. Y la importancia de esto la explica mucho mejor el Sr. Fox en el citado estudio introductorio de la edición de Castalia. Para expresar la crisis del recién nacido siglo XX:
“ya no se podría mirar el mundo de arriba abajo, de izquierda a derecha sin perder un detalle, o contemplar la vida cronológicamente desde la niñez a la madurez, colocando episodio tras episodio para acabar con todo resuelto con todos los cabos atados. El hombre ya no concebía la vida de tal manera”.
Y el novelista tampoco. Por lo tanto, no se entendía ya una novela newtoniana. Azorín, en La voluntad, está quebrantando esa idea de novela newtoniana para sustituirla por la novela cuántica. ¿El ajado Azorín trayendo la novela cuántica a España? Para muchos, ahora mismo, un sorprendente e interesante descubrimiento.
Muy poco eco tuvo esta obra entre la crítica y entre un público que proseguía aferrado a Galdós o a Blasco Ibáñez —que nada tienen de malo, al contrario—. No era el tiempo, todavía, de aceptar ni asimilar semejantes innovaciones.
Hipertextual, metaliterario, filosófico, autoficcional, fragmentario, con el énfasis en el “yo” y en una nueva focalización narrativa, además del desdoblamiento del personaje…, adiós a la novela tradicional española. Con La voluntad nos estamos anticipando a lo que será la vanguardia.
Las otras dos obras que conforman el tríptico azoriniano, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo, transitan por idénticos derroteros. Sin embargo, su importancia sólo es reconocida, ahora, con la perspectiva de ciento y pico años, por algunos sectores de la crítica que parecen entrar en razón. Para los lectores estas novelas no dejan de ser una serie de obras menores, que durante lustros fueron malentendidas por los críticos de esas épocas.
Otro asunto son los ensayos, los retratos paisajísticos y las reflexiones de Azorín en libros como Los pueblos (1905) —Castalia— o Castilla (1912) —Austral—. Aunque la obra de Azorín es ingente, con más de 130 títulos entre novela, ensayo, teatro y crítica literaria, para una aproximación concluyente a la hora de demostrar su modernidad, la calidad de su prosa y lo entretenido de su pluma, así como lo innovador de su literatura, es suficiente con el tríptico novelístico que he comentado y con la lectura de alguno de los dos ensayos anteriores.
Mi preferido es Los pueblos. Una especie de crónica precisa, de ejercicio de estilo deslumbrante que atiende a los menores detalles para devolvernos una imagen amplificada del campo español anclado en su vida cotidiana, todo ello sometido a la mirada caleidoscópica del autor.
Quizás, una manera perfecta de conocer algo más de las interioridades de la obra de Azorín, no sólo como escritor sino también en lo relacionado con su personalidad, sea el libro Azorín íntegro (1979) —Biblioteca Nueva— de Santiago Riopérez y Milá. Un tesoro documental sobre el escritor de Monóvar trabajado por mano de alguien que conoció muy bien y en persona a Azorín.
Hoy os he traído a este Odradek literario que suele nutrirse de autores contemporáneos o modernos la figura de un escritor bien distinto, porque no todo va a ser Kafka, Joyce o Foster Wallace y su forma de hacer novelas…, aunque es posible que el aburrido Azorín ya estuviera creando algo de todo eso que después ellos inmortalizaron.
Pero mejor será dejarlo en la oscuridad de los tiempos, ahora que todavía nos pertenece a unos pocos, como un bocado de literatura exquisita. Seamos egoístas, no sea que lo pongan de moda, lo manoseen, y nos lo arrebaten todos aquellos que lo consideraban un tostón.
Porque la literatura, de bordes indefinidos, subjetividades malignas y críticas impertinentes, también de lectores volátiles, tiene esas cosas.