Biografías Imaginarias de gente mediocre o que gasta su talento en chorradas con Irene Kerrey (1968-1997) estratega implacable, segunda parte.
Gene y yo nos hemos trasladado a la cafetería y tomamos sendas Bud Light tan caras como insípidas, además de unos cacahuetes a precio de bistec.
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– Un día de 1994 recibí un paquete. Por entonces habíamos fundado mi actual empresa hacía unos años pero por entonces no era más que un hobby que me quitaba demasiado tiempo. Los 90, ya lo sabe, fueron duros para el hobby. El cartón estaba obsoleto. ¿Para qué lanzar dados, mirar tablas y hacer cuentas cuando un ordenador podía hacerlo por ti? Hasta yo creía eso, al tiempo que intentaba convertir mi pasión por el cartón en una forma de ganarme la vida. Uno iba a convenciones y descubría que éramos los mismos de siempre. Por un lado estaba bien ya no sentirse viejo: tenía veintitantos ya, pero el ver cada vez menos adolescentes evitaba que me sintiese viejo por comparación. Pero tenía la sensación sorda y constante de estar dedicando mi vida a algo que se extinguía. Y podía entenderlo, claro. Eran los 90. El mundo material era de repente muy imperfecto. La textura del cartón o la madera: ¿para qué? El mundo digital nos prometía un paraíso sin texturas. Era maravilloso. Mi novia -ahora mi ex-mujer, por otras razones- decía que tiraba dinero y esfuerzo en algo sin futuro (tampoco es que hubiera tenido mucho presente)
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– Perdone, ya ve usted que tiendo a lo divagatorio. Bien, en 1994 recibí un paquete. Era muy pesado y venía embalado de forma muy concienzuda. Tenía un caramelo pegado con celo al exterior, que milagrosamente había sobrevivido al traslado y el cartero. Era de piña, lo recuerdo. Contenía una carta escrita a mano. Era una letra extraña, no exactamente femenina, pero claramente de mujer. Pensé: esto lo ha escrito una mujer hermosa (ya sé, ya sé). Se presentaba humildemente, y me rogaba (me rogaba! A mí!) que echase un ojo a su prototipo, que había estado trabajando en él meses, que nada le haría más feliz (usaba esas palabras) que verlo publicado por mi compañía. Eso me extrañó porque a fin de cuentas por entonces la mia era una compañía muy minoritaria no el gigante (se ríe de su chiste) que es ahora; y supongo que el sueño de todo diseñador de wargames por entonces era ser publicado por Avalon Hill, que había literalmente inventado el género en los años 60 (y que pronto echaría el cierre, arruinada por intentar meterse en el paraíso sin textura y malvendida a Hasbro)…
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– ¿Qué como supe que era de ella? Bueno, no hay muchos casos de mujeres que se dediquen al diseño en nuestra… industria. Supe que tenía que ser de ella porque había sabido todos aquellos años que alguien como ella no podía simplemente dedicarse a jugar -no podía dedicarse únicamente a algo tan pasivo como aprender las reglas, que como usted sabe no son sino el principio del camino, ni a algo tan activo -pero a fin de cuentas tan restringido por las propias reglas- como pasar al siguiente paso, que es el saltar de esas reglas a la estrategia, y de ahí al último paso (en el que ella parecía haber nacido ya) de crear estrategias que parecen ignorar o soslayar las reglas aún respetándolas. Y sabía que ella tenía que, alguna vez, haber querido dar el paso al último estadio, el de crearse uno sus propias reglas para que otros puedan crear sus propias estrategias. Lo supe desde el momento que abrí el paquete, y lo supe aún más -con tristeza creciente e indecible- en cuanto empecé a leer su carta. Me pedía -con un tono suplicatorio que jamás podría haber sospechado en ella- que echase un ojo a su prototipo. Que había invertido mucho tiempo y esfuerzo en diseñarlo. Que malvivía en algún suburbio de Los Angeles, estaba embarazada y medio en la pobreza, y crear aquel prototipo -el mapa y las fichas prácticamente dibujados todos a mano- era prácticamente su único asueto y su única ilusión ahora que no podía salir mucho de casa (no explicaba porqué). Bien, se sorprendería usted de cuantos lunáticos nos escribían por entonces habiendo echado un par de partidas a Advanced Third Reich o War in the Pacific y creyéndose que eso los convertía ya en diseñadores capacitados para enmendar la plana a Ted Raicer or Charles S. Roberts. Normalmente aquellos prototipos injugables los arrumbábamos en una esquina y les prendíamos fuego cada Navidad (la wargamera, que cae a 16 de Diciembre y en la que celebramos el inicio de la batalla de las Ardenas y la santa resistencia de la 101 en Bastogne). Pero ni se me pasó por la cabeza hacer tal tropelía con aquello. Así que empecé a desempaquetarlo -un par de mapas, varias hojas de cartón troqueladas con fichas, unas cuantas hojas pulcramente mecanografiadas que supuse eran el reglamento, y un grueso paquete de papeles al que no hice caso.
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– Estaba todo allí, por supuesto. Según pasaban las horas y yo leía aquello, más clara tenía dos cosas. Una, que aquel diseño era la obra de un genio, como no podía dejar de ser ella. Al menos para la época. Otra, que era, en su forma actual, totalmente impublicable.
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– Le explico lo primero. Por entonces el wargame tenía una forma definida. Tenía usted sus fichas de cartón con dos o tres números impresos que se movían educadamente por una trama hexagonal. Tenía usted una tabla de resolución de combate que le daba a usted unos resultados de acuerdo con la tirada de un dado (pero no tengo porqué explicarle nada de esto a alguien que ya está en el hobby, sigo). Y en los veinte años desde entonces han pasado muchas cosas. Mark Herman se inventó el card-driven para integrar cosas como la política y la diplomacia. Luego empezamos a importar juegos alemanes y encajar muchos de sus mecanismos en nuestros cansados mecanismos americanos. Empezamos a jugar con las piezas como diseñadores, digamos. Pues bien, Irene K. (ese era el nombre que aparecía en el remite, y me resultó extrañamente apropiado ese nombre de santa bizantina), trabajando ella sola en un piso miserable de algún suburbio de Los Angeles, entre náuseas y (asumí) marido maltratador, entre vecinos ruidosos, encerrada en un apartamento oscuro, maloliente, sospecho que lleno de enseres inservibles, había creado ella sola todo lo que en años siguientes crearíamos nosotros, y más. Recuerdo haber empezado ese ritual familiar -el despliegue de mapa y fichas sobre una mesa amplia y recién despejada, el manual subrayado a un lado, papel y lápiz para notas, y haber pensado, primero:
Esta mujer ha creado algo totalmente distinto usando el mismo vulgar cartón, ha hecho creando un juego lo mismo que hacía en las convenciones jugándolo;
y después -según iba descifrando las reglas- “Qué cojones. Esto es impublicable”.
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– Verá usted, sabrá que a pesar de tener toda la historia de la humanidad a nuestra disposición los wargamers somos animales de costumbres. Están los que piensan que no existen en el mundo demasiadas recreaciones de la Batalla de las Ardenas (gente normalmente con una inquietante obsesión por esas fichas negras de Waffen SS), los que son más de Stalingrado, los que han recreado toda la Guerra Civil Americana -escaramuza a escaramuza, hexágono a hexágono-; los grognards que sólo dan vueltas a diversas formas de salvar a Napoleón (gente que es ya de mediana edad en la adolescencia). Luego hay gente más rara: los que son más de las Guerras Arabe- Israelies y sienten una fascinación malsana por el cruce del Canal de Suez por los egipcios en una madrugada de 1973 y saben demasiadas cosas sobre el alcance efectivo de baterías antiaéreas de fabricación soviética de principios de los 70. Y están los que consideran el que la humanidad sobreviviera intacta a la Guerra Fría una desgracia, y se les iluminan los ojos ante la idea de miles de tanques del Pacto de Varsovia lanzándose hacia el Rin a través del Fulda Gap -un escenario tan socorrido que en en cierto modo es para nosotros un poco de historia honoraria. Pues bien, Irene K. Había -por razones que tal vez incluso entienda- llevado eso al extremo y creado su propio mundo. Un mundo propio con sus reglas propias para justificar la absoluta singularidad de lo que había diseñado. Oh, incluso admiré la coherencia psicótica de ese planteamiento durante un rato -antes de que el editor en mi descubriese que tal proposición era invendible, que habría que mutarlo en, no sé, otro Stalingrado o Gettysburg o Arnhem. Entonces descubrí el propósito de aquel otro grueso fajo de papeles que había al fondo de la caja.
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– Era casi obsceno en su creatividad, ¿sabe? No me considero una persona creativa: lo que hago es dejar que fluya la creatividad de otros. Me siento a un lado de la carretera y miro el paisaje según viene. Aquello era obsceno, sí, esa es la palabra. Aquella mujer en su apartamento sin ventilación y lleno de cachivaches en Los Angeles había puesto toda su alma, todo su esfuerzo, toda su imaginación en aquel empeño absurdo: en un material suplementario e impublicable para un oscuro juego de mesa -oscuro incluso dentro del mundo bastante restringido de los juegos de mesa-, en una época en la que el hobby estaba al borde de la extinción.
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– Oh, ni se imagina lo detallado que es. Tal vez aún lo tenga por casa en una caja en el desván… o tal vez (me temo) se quedase en casa de mi ex-mujer, por lo que no puedo descartar que terminase encendiendo alguna fogata o barbacoa de 4 de Julio. De hecho lo más probable es que terminase así (pero divago). Recuerdo vagamente -y créame que he llegado a hacer esfuerzos por olvidarlo: me parece cuanto menos obsceno que yo sea la única persona del mundo (ella misma decía en su carta que no compartía nada de su hobby con su marido) en conocer ese mundo que ella creó. La idea de que los dos -a pesar de la distancia, de los años- podamos compartir eso me repugna. Sí, me repugna, aunque no le negaré que me ayudó durante algunos años difíciles de mi vida. Toda esa creatividad arrolladora -constreñida a propósito en algo tan nimio, tan fútil. Casi como si ella misma hubiera decidido a propósito no buscar ningún tipo de notoriedad.
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– Oh, cualquier cosa que le dijera yo le sonaría incoherente, pero aquellos fajos de papel mecanografiados la hacían parecer tan sólida… a fin de cuentas sólo conocemos nuestra propia historia a través de otros fajos de papel mecanografiados con un marchamo de oficialidad. El juego transcurría en los años 60 o 70. Parecía divergir de nuestro mundo hacia mediados de los años 30: existían menciones de un programa atómico de la República Española, y una crisis de los misiles en Cerdeña, improbables movimientos geopolíticos y literarios en Latinoamérica. Es tremendamente creativo: uno lo lee y siente que esa historia diferente del mundo (creada de la nada para servir como apoyo a algo que disfrutarían unos pocos cientos de personas) es sorprendentemente natural, como nuestro mundo cuando uno está recién despierto un sábado soleado por la mañana y todavía es muy temprano. Pero no quiero darle demasiados detalles. Vendrían filtrados a través de demasiadas capas de recuerdos y no entendería usted lo que yo tuve la suerte de entender leyendo aquellos papeles, y que he ido afortunadamente olvidando con los años.
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– Por supuesto! Contestó muchísimo tiempo después -tal vez un año-, lo que no era inusual en aquella época pre-Internet, y sólo dijo lo que ya yo suponía: que su juego era una obra única y coherente, y que cambiaría las mecánicas que el proceso de testeo sugiriese, pero que la ambientación y las mecánicas eran un todo… ya puede usted suponer. Sonaba firme y estricta en su determinación. Y así terminó aquello. Le escribí de vuelta pidiéndole que recapacitase, y nunca volví a saber más de ella, si descontamos los rumores, las leyendas urbanas que seguían corriendo por las convenciones acerca de una misteriosa mujer muy joven e imposiblemente guapa y buena jugadora de ASL. Aquellos rumores eran todavía más especiales y misteriosos cuanto que, que yo sepa, se han mantenido siempre tercamente en la oralidad y han rehusado hacer la migración a Internet. De quienes la conocimos (esto es, quienes éramos conscientes de su existencia), ya sólo quedamos unos pocos. Tal vez queden algunos papeles en casa de mi ex-mujer. Aunque, como ya le he dicho, lo dudo mucho.
– …
– Ya le he dicho que aquel recuerdo me ayudó mucho en una época difícil de mi vida en la que me vi atrapado por una serie de errores propios que no le voy a contar. Sentirme el último depositario de todo aquello me hizo tirar hacia adelante. He rehusado contárselo a nadie todos estos años, excepto a usted, que se ha molestado en cruzar el océano y América sin más razón que oír la historia de mi propia boca.
Doy la mano a Gene y le dejo volver a su caseta tras agradecerle su tiempo y su conversación.Ahora es momento de volver a cruzar América (el Cadillac robado me espera en el aparcamiento, el cuerpo de su anterior e infortunado ocupante en el espacioso maletero listo para desaparecer en medio del Mojave) para interrogar a mi segunda fuente.
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