Hoy es 2 de febrero de 2018, lo que significa que se cumplen 96 años de la publicación del Ulises de James Joyce. En efecto, apareció en una fecha que casi podría catalogarse como mágica o cabalística: 2 de febrero de 1922, es decir: 2-2-22. Quizás, en ese arcano ya tenía impresa la marca de agua de las enormes dificultades con las que el volumen iba a enfrentarse, desde censuras a problemas de edición, pasando por convertirse en una de las obras claves de la literatura del siglo XX, adorada y denostada a partes iguales. Y esa afirmación que se repite como un mantra: tal y como está la industria editorial a día de hoy, esa novela nunca vería la luz en nuestros tiempos. ¿Solo el Ulises? Muchísimas, muchísimas novelas más, sobre todo clásicos, que bajo la perspectiva del capitalismo literario editorial moderno, no existirían.
Es difícil imaginarse un mundo sin el Ulises, aunque puede que eso a muchos les provocase una gran alegría. Pero más complejo sería, aún, no disponer de Cien años de soledad, porque en numerosas ocasiones he podido leer afirmaciones de expertos al respecto: el mundo editorial de hoy no admitiría una novela como la de Gabriel García Márquez.
No admitiría una de las obras maestras de Gabo, como tampoco publicaría muchas otras que, además, significaron el debut literario de sus autores, por lo que tampoco existirían sus escritores. Seguramente, ni Kafka, ni Grass, ni Bernhard, entre otros muchos, verían sus textos en negro sobre blanco.
Evidentemente, esto presenta un grave problema en la concepción actual del mercado editorial. Las grandes editoriales no arriesgan ni un ápice en sus publicaciones, orientadas directamente a lo que vende y proporciona beneficios. Recordemos esas palabras de la instagramer @bei_uri respecto a la acusación de que la publicación de un libro firmado por ella es un mero acto de capitalismo cultural que nada tiene que ver con la literatura: “Las editoriales no son ONGs”, tal y como afirmó en un mensaje para defenderse.
En efecto, las editoriales son empresas que están obligadas a ganar dinero para mantener sus cuentas en saldos positivos, es decir, obtener beneficios. Con la literatura se puede ganar dinero igual que con cualquier otro producto. Se trata de vender libros o batidoras o refrescos de cola. Todo es igual. Todo enfocado de la misma forma en el mercadeo. Y aquí es donde las grandes editoriales cometen el pecado que, al parecer, algunas pequeñas editoriales han sabido corregir.
Porque una editorial podrá vender miles de libros de la última bazofia mediática o premiada en uno de esos paripés montados por las cuadras de agentes literarios. Pero cuando consigue colocar el producto (se trata de un libro, no conviene olvidarse de eso) y venderlo en masa, factura exclusivamente un artefacto sin alma literaria. Aquí es a donde yo quería llegar.
Las pequeñas editoriales, cada vez hay más de ellas en España, independientes y que están haciendo las cosas bien, privilegian otra cosa por encima de las ventas, una esencia que tan solo somos capaces de advertir, percibir y valorar quienes somos bibliófilos y tsundokianos, los amantes de la buena literatura: venden aura. ¿Pero qué significa esa aura literaria?
Fue el filósofo alemán Walter Benjamin quien escribió, en 1936, el tratado titulado La obra de arte en la época de su reproducción mecánica. Y tras semejante título se esconde una de las reflexiones más brillantes e inquietantes, y por qué no decirlo, incómodas, que afectan al mundo de la cultura hasta convertirlo en un estado dictatorial de capitalismo cultural.
Para Benjamin, una obra de arte es singular y original en tanto en cuanto posee lo que denomina como aura. Es aquello que la hace irrepetible y única. Por lo tanto, la reproducción técnica masiva destruye esa singularidad, destroza el aura de la obra, convirtiéndola en un mero objeto de consumo. Así que, de igual modo que Benjamin aplica esta tesis para las obras de arte, yo la extrapolo a la literatura. Las tiradas masivas de novelas concebidas como producto han perdido el aura que las pudiera convertir, originalmente, en textos culturales y literarios.
Por eso, las pequeñas editoriales lo han visto claro. Para competir con las grandes maquinarias que publican miles de libros e inundan el mercado con sus porquerías era necesario ofrecer algo más. Y ese algo más, además de esfuerzo, dedicación, amor por los libros, respeto por los autores y por los lectores, es saber mantener el aura literaria, aquello que confiere al libro de un valor atemporal y casi mágico. La filosofía que permitiría que ahora, en estos miserables tiempos que corren, el Ulises, o Kafka, o Proust, pudieran ser publicados.
Como lectores, como lectores que amamos la literatura, debemos atender a estas editoriales que preservan el aura de los libros y escaparnos de las otras como de una peste destructiva. Si no todas las grandes editoriales son sinónimo de mala literatura, sí que lo son de otras prácticas que atacan frontalmente a las preservadoras de aura. Y aquí entramos nosotros, como si fuéramos los monjes que velamos por la inviolabilidad de un monasterio sagrado.
La literatura, no nos engañemos, es algo sagrado. Algo sagrado que se ha manoseado, corrompido y prostituido hasta convertirlo en un negocio repulsivo al amparo de esa afirmación de que “una editorial no es una ONG”. Lo sagrado de la literatura radica en el aura que albergan las obras y las hace únicas e irrepetibles; estas obras conectan con nuestros rincones más oscuros, los iluminan, y los devuelven a la vida. Este tipo de literatura, podemos calificarla como literatura pura aunque no deja de ser la literatura de toda la vida, es incompatible con las tácticas industriales de mercado en donde cualquier método o práctica se permite, en donde la valía del libro se mide por los miles de ejemplares vendidos y no cuenta otra cosa.
Pero cuidado, este tipo de literatura pura no está reñida con la ruina. Una editorial pequeña e independiente no hace las cosas por amor al arte, no es una ONG, pero ama el arte. Esa es la diferencia. Una editorial de este tipo cuida su catálogo, mima sus ediciones, les alegra la vida a los lectores, no los emponzoña con subproductos de infra-autores vendidos como si fueran obras maestras. Una editorial así presenta escritores serios en sus casetas durante la Feria del libro, mientras a su alrededor la náusea de lo fatuo y de lo vergonzoso firma toneladas de ejemplares rellenos de nada.
El lector que desee virar esta dinámica editorial, la tiranía de la mesa de novedades y las grandes superficies, deberá atender a estos nombres: Comba, La bella Varsovia, Tres hermanas, Minúscula, Jus ediciones, Malpaso, La huerta grande, Ediciones del subsuelo, La línea del horizonte, Pasado & Presente… son sólo algunas.
Y voy a recomendar un libro de cada una de ellas, como una forma de apoyarlas, ayudarlas y difundirlas. Si los amantes de los libros y de la buena literatura no ensalzamos el trabajo bien realizado, entonces, ¿quiénes van a hacerlo? Ya he ido poniendo algunas de las portadas a lo largo de este artículo.
De Comba os aconsejo Memorias de Leticia Valle, de Rosa Chacel. De La bella Varsovia el poemario de Sara Herrera titulado Hombres que cantan nanas al amanecer y comen cebolla. De Tres hermanas, El diario de Virginia Wolf Vol. I (1915-1919). De Minúscula los seis ciclos, en seis volúmenes, de Relatos de Kolymá, de Varlam Shalámov. De Jus ediciones estaremos atentos a la próxima publicación de Relatos para piano, del formidable Felisberto Hernández. De Malpaso, la novela inédita de Malcolm Lowry, Rumbo al Mar Blanco. De La huerta grande un ensayo de Jorge Comensal, Yonkis de las letras. De Ediciones del subsuelo un texto de mi admirado autor húngaro Miklós Szentkuthy: Leyendo a Agustín. De La línea del horizonte, Con las suelas al viento, de Martín Casariego. De Pasado & Presente el libro Las confesiones de Himmler, de Arno Kersten, y del que prometo reseña crítica en breve.
Como decía arriba, se tratan tan solo, afortunadamente, de unos pocos títulos de la mucha y buena literatura de calidad que publican este tipo de editoriales. Después, si queremos leer las novelas de Jorge Javier Vázquez, los poemas de la influencer de turno o del presentador de televisión famoso, pues podemos hacerlo, pero entendiendo que se tratan de artefactos comerciales, que en nada tienen que ver con la literatura, completamente desprovistos de aura.
O lo que es lo mismo: totalmente carentes de interés para nosotros, lectores.
Bravo!!
🙂
PD. Mi lista de lecturas acaba de incrementarse sustancialmente, maldición……..
Gracias! Siento lo del incremento de la lista, pero tómalo con filosofía…