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Por A.C | Fotografía Cain Q

El juego

Tenemos este juego. Carece de regularidad, hace tiempo que Marta y yo huimos de los rituales con fecha y hora, con una ceremonia establecida, con roles. Los rituales obligan a una lealtad que hace mucho descubrimos que no nos convenía. Hubo un tiempo en que casi acabaron con lo nuestro, y lo nuestro es demasiado especial como para someterlo a las convenciones en las que quisimos creer.

El juego es sencillo. Nos vamos a la terraza de un 100 Montaditos y fingimos que somos una pareja. Le retiro el pelo, la beso entre la mejilla y la oreja, manos descuidadas reptan por los muslos sin temor a lo que puedan encontrar. Sin embargo, no por ello dejamos de observar a nuestro alrededor con aire distraído, intercambiamos miradas furtivas con quien hemos convenido entre susurros que será nuestra presa. Elegimos el 100 Montaditos porque la primera vez, antes de que se convirtiera en un juego, sucedió allí. Fue un miércoles de octubre pasado, Marta había venido a buscarme a la salida de mi anterior trabajo por sorpresa y nos dio por ir al Diversia. Odiamos el Diversia, “no hay nada más triste que el Diversia”, nos cantamos siempre como en la canción de Hidrogenesse, pero justamente por eso nos hizo gracia ir allí, y fue en la terraza de ese 100 Montaditos donde los dos reparamos en aquel chaval pijo de La Moraleja, anodino en su actitud pero muy guapo (ojos grandes, mentón partido, boca perfecta) y capaz de prolongar la seducción a escondidas de sus amigos con la audacia final de recoger la servilleta arrugada en la que Marta había escrito su número de teléfono y dejado caer a su lado cuando nos marchamos. No tardó ni cinco minutos en mandar un whatsapp para para decirnos si podíamos ir a algún sitio. Nos lo llevamos a casa de Marta y hasta cerca de la medianoche fue nuestro juguete. Aquel “accidente” dio lugar a todo.

Ayer fuimos al de Puerta de Toledo. Él estaba solo, tanto Marta como yo sabíamos que eso ya nos daba ventaja. En sus treinta, con una camiseta de cuello en uve que dejaba asomar el vello de su pecho, leyendo un libro aunque de cuando en cuando intercambiara mensajes en su móvil. El libro era Canciones de Amor a Quemarropa, a Marta se lo regalaron por su cumpleaños en enero y le encantó tanto que me lo prestó la semana pasada y me lo acabé entre el sábado y el domingo en el mismo trance al que ella había sucumbido. Lo llevaba en mi mochila para devolvérselo, era una señal. Marta y yo creemos en las señales. Ese chico tenía que ser nuestro.

En cuanto empezó el juego en la terraza, nos dio la impresión de que me miraba más a mí, que tal vez estaba dispuesto a admitir a Marta si era preciso, pero que no era lo que prefería. Ella me llegó a decir que si lo quería para mí, no había problema, pero yo le contesté que esa regla de nuestro juego sí la íbamos a respetar. Cuando él se levantó, una vez se hubo percatado de que ya habíamos terminado nuestras jarras de cerveza, no dudamos en seguir sus pasos que nos llevaron, como arrastrados por una amarra invisible, hasta su confortable apartamento en Acacias, en una urba con piscina, con gym, con portero físico al que inevitablemente tuvimos que saludar ya pegados a él, sintiendo su olor casi dulce que no le daba ningún perfume como pude comprobar al comerle el cuello en el ascensor mientras Marta le levantaba la camiseta y dejaba resbalar sus manos por el vientre al descubierto. Él no dejó de acariciar su espalda y hasta logró desabrochar al primer intento el cierre de su sujetador y hacer que cayera al suelo. Como por instinto, me agaché a recogerlo. Se besaron. Las puertas de la decimocuarta planta se abrieron.

No llegamos al dormitorio, el amplio sofá fue suficiente. Marta se encabalgó frente a él decidida a tomar lo que era suyo y mi boca buscaba pezones, mandíbulas, labios que se hurtaban a los míos. Él la agarraba de las caderas y le clavaba su polla enorme una y otra vez. Yo no quería que se corriera, ansiaba tener lo mío también, incluso intenté echar a un lado a Marta, pero justo entonces él aprovechó el impulso para moverla y tumbarse sobre ella empujando cada vez con más fuerza, buscando el orgasmo con más rabia, y su culo se endurecía en cada embestida y solo pude empezar a pajearme conformado ya con que, pasara lo que pasara, él se quedase así, ofreciéndome la ensoñación de que me lo follaba, de que era yo quien ensartaba mi polla entre esos glúteos cadenciosos, hipnóticos, quien se corría dentro a gritos en vez de acabar dejando caer dos o tres gotas de semen sobre la funda del sofá mientras ellos yacían abrazados en el suelo tras haberse dejado caer por la fatiga, por pura indolencia, por una complicidad que me enloquecía y me enloquece todavía. Fui su cebo, ganó él.

Hoy he vuelto a quedar con Alberto

} continuará

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