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Acabo de llegar de la oficina de empleo y la depresión que habitualmente se me apodera después de realizar estos trámites amenaza, hoy, con ser peor de lo habitual. Son ya tres años, tres largos años sin trabajo, y con la sensación de que no tengo cabida en el mundo que me rodea. Soy un despojo laboral, un detrito literario. Mi pecado: haberme formado en una carrera de letras. Haber desarrollado mis conocimientos en el campo de la Literatura. Si todo es mucho más complicado para un escritor —incluso ir al supermercado o realizar un trámite en el banco—, no digamos ya para un escritor que, además, quiere ser poeta. Los poetas, ni existen.

Hace unos años, y tras constatar que nadie hacía ya un manifiesto de calado intelectual y estilístico como aquellos manifiestos futuristas, dadaístas, surrealistas o cubistas, se me ocurrió la posibilidad de firmar uno titulado Manifiesto de los Idiotas, porque hay que ser muy imbécil para dedicarse hoy a la Literatura en el mundo en el que vivimos y en el país en el que estamos.

Ignoro cuándo cedimos el terreno y entregamos el mando de España a la generación más infame y culturalmente peor preparada de los últimos doscientos años. La más ordinaria y vulgar. Quizás, todo empezara cuando se empezó a vender éxito y dinero a través de las enseñanzas de las carreras de ciencias. Una ingeniería o algo relacionado con la economía y los números siempre era sinónimo de triunfo; las letras lo eran de fracaso. España lleva decenas de años educando en la zafiedad, relegando a las humanidades al cubo de la basura y alimentado la mentirosa y cruel expectativa del éxito rápido mediante la administración de empresas o el máster en marketing. Visto lo de la crisis, y cómo estamos, no parece que todo esto tuviera mucha base de realidad.

Porque ahora, aquellos que se arrojaron en brazos de las carreras científicas y los estudios utilitarios, aquellos que alejaron las humanidades con un palo, pasan las mismas estrecheces que todos los demás. Ninguno llegamos a fin de mes, seamos administrativos, informáticos o poetas. La única diferencia es que los poetas nos morimos más de hambre.

Instalada en la zafiedad, la insolidaridad, la violencia y el insulto, nuestra sociedad avanza enfurruñada hacia adelante. Si alguien se queja de que ya no hay educación y respeto, sólo grosería por todos los lados en una sociedad donde se premia lo soez, lo chabacano, lo vergonzoso, pues debería preguntarse por las consecuencias de haber ejecutado de un disparo en el occipital a las humanidades.

El otro día vi, por enésima vez, La lista de Schindler. En un momento determinado, dictaminan que un profesor de Historia y Literatura no es un trabajador esencial para el Reich, lo que provoca la indignación del hombre, que se pregunta si existe algo más esencial que enseñar Historia y Literatura.

Lo de que la Historia es importante no voy a entrar a desarrollarlo, hasta el más corto de entendederas acierta a comprenderlo. Sin embargo, lo de la Literatura no parece tan claro. Y debería serlo. Bastará con decir que la literatura es la búsqueda de la comprensión del hombre. Tan determinante como eso. Y la poesía es, entonces, la búsqueda de la comprensión del alma humana. La poesía busca trascender. Ya sea mediante sus versos en el lector, ya sea mediante el poema en el autor. Y de esa transcendencia, si se consigue, surge una renovación interior que nos aleja de la brutalidad, de la zafiedad, de la suciedad.

La poesía nos hace más humanos. Empatiza con nosotros mismos en un momento en el que el individuo o pertenece a un colectivo en donde se significa —generalmente mediante comportamientos y poses cargadas de mezquindad y mal gusto— o no vale nada, en un instante en el que se difuminan los bordes de nuestra propia humanidad devorados por la estupidez alienante que nos rodea. La poesía, además, nos vuelve empáticos con los sufrimientos y amarguras de la gente, porque los versos nos conducen, irremediablemente, hacia el descubrimiento de la otredad. Y en el otro radica la verdad de este mundo.

Puede que a muchos no les convencerá esto que argumento, es más, piensan que son estupideces si las comparan con el Down-Jones, el coche nuevo, la última marca de teléfono móvil o el reciente fichaje de su equipo de fútbol. La verdad, me importa bien poco. A los poetas ya todo nos importa un bledo. Hemos perdido la batalla definitivamente. No reivindico aquí nada con la esperanza de hacer reflexionar a alguien, o con la intención de que un rayito de esperanza mejore la situación. Que va: hemos perdido. Constato la derrota y confirmo que los poetas viviremos ya, para siempre, en la poética del fracaso.

Como diría Cansinos Assens, nos hemos acostumbrado a este “divino fracaso”. Naturalmente, como ocurre en todos los campos y derivaciones de una disciplina tan prostituida como es la Literatura, siempre existe algún poeta que ejerce de pope del momento, catapultado, generalmente, desde la porquería de sus versos. Porque la poesía de hoy en día ha enfermado de buenismo, esa corriente maligna que nos está destrozando. Todo vale, somos hijos del “déjalo estar porque a alguien le gustará”, pero eso en las artes no funciona. Una emanación artística debe someterse a unos códigos estéticos, ya sean más o menos rígidos. Sin embargo, hoy por hoy se permite todo en la poesía, hay una barra libre de porquería que contribuye a enmudecer esas voces que, dentro del apocalipsis cultural y literario en el que nos movemos, merecen la pena.

Dada esta situación, me acerqué a un par de manuales que pretendían mostrar a los poetas de las últimas generaciones en España, y no encontré a uno sólo de los buenos. Quienes aparecen son meras marcas personales, esos que ahora fabrican una especie de poemas, por llamarlos de alguna forma (desconozco cómo denominarlos realmente), y mañana venderán perfumes, zapatos, presentarán telediarios o protagonizarán películas. Si eres poeta, y además no perteneces a una determinada capillita del vómito, no le pasas la mano por el lomo al mandarín de turno, no tienes absolutamente nada que hacer en un mundo en donde, ya de por sí, no tienes nada que hacer.

Como todo bascula hacia el abismo, antes de que los poetas desaparezcamos, voy a fijarme en algunos de esos excelentes autores que nadie conoce y que nadie conocerá jamás más allá de la biblioteca de su barrio (y eso con suerte). Los que no se bautizan porque no tienen padrinos, los que no pagan por aparecer en falsas antologías y que, simplemente, ese es su error, se dedican a lo más horroroso: trabajar el verso con toda su alma.

He pensado mucho en si terminar el artículo aquí, porque a nadie le interesarán los nombres que voy a consignar a continuación. Nadie lee poesía y nadie va a salir corriendo a buscar un ejemplar de los que menciono. Es más, es muy probable que no pudiera encontrarlo. Pero, si yo no hablo de ellos, si nosotros no hablamos de nosotros, ¿habrá alguien que lo haga?

Y empiezo convocando a una de las mejores y más deslumbrantes voces poéticas de las que disfrutamos en la actualidad. Bueno, disfruta él en su casa y yo de sus libros en la mía, y poco más. Se trata de Maximiano Revilla. Claro ejemplo de un poeta que podría llenar estadios con sus recitales. Propietario de una obra amplia, tanto en papel como en digital, creo que la mejor definición de su peculiarísima voz se encuentra en el poemario Pálpitos del tren que no vuelve (Vitruvio), aunque recientemente acaba de publicar con la misma editorial Un cuántico aleteo en la boca, donde prosigue desarrollando esa brillante y peculiar forma de hacer poesía.

Montserrat Doucet vive por y para la poesía. Respira poesía, come poesía, bebe poesía y duerme poesía. Todavía lucha con encono por sentirse poeta, no se ha cansado de batallar, de alzar la voz, de mostrarse. Su obra es muy amplia, pero yo destacaría un libro que debería aparecer en las historias de la poesía española de los últimos años, y que siempre será ignorado: se trata de la Serie Malevich (editorial Doce Calles), donde busca iluminar con sus poemas las pinturas del artista constructivista Julián Casado. Es una joya de rareza magnética, un álbum de poemas desprovistos de adjetivos, casi sin imágenes, que buscan recrear el extraordinario trabajo lumínico de las pinturas.

Decir Gloria Díez es mencionar a una poeta que bebe de las fuentes de la poesía más clásica, que adora a Rilke, y que ha publicado uno de los libros de mayor belleza que yo he leído en los últimos tiempos: Dominio de la noche (también en Doce Calles). Gloria Díez presenta una poesía sólida y delicada, con un destacado trabajo de las metáforas. Su poesía es todo un festival para los sentidos, recubierta de una capa de honda tristeza que, quizás, viene proporcionada por la propia hermosura de sus versos.

 

Por último, por detener la lista en algún momento, dado que podría seguir citando aquí a verdaderos poetas indispensables para la poesía española actual y ninguneados por un sistema perverso, Heberto de Sysmo. Este poeta ha escrito uno de los poemarios más originales y que más me han cautivado últimamente: La flor de la vida (en Lastura), todo un compendio universal y cuántico de aquello que nos hace humanos, pero también seres cósmicos. Una interpretación poética de la integración del hombre en la naturaleza.

Somos todos unos perdedores, es cierto, pero unos bellos perdedores, especialistas en encontrarle el reverso poético a la derrota. Nadie podrá quitarnos de la cabeza que, con lo que estamos haciendo, contribuimos a que las cosas sean mejores. Para eso sirve la poesía, la Literatura o la lectura de un libro. Aunque nadie se percate de ello e, incluso, lo desprecie. Ese desprecio también es poesía para nosotros.

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