Por Jose Sanz Mora
Zooey Deschanel, la deliciosa vocalista de la banda californiana She & Him, sostiene en su canción Thieves (Ladrones) que “hay ladrones entre nosotros, pintando las paredes con mentiras y más mentiras”. Teniendo en cuenta los acontecimientos de esta última semana, en los que, una vez más, se ha vuelto a demostrar la catadura moral de los mismos que nos quisieron engañar ante la mayor catástrofe medioambiental y el atentado terrorista más sanguinario de la historia de nuestro país, y contando también con que nunca está de más meter a la dulce Zooey en cualquiera que sea la conversación, la columna de esta semana no podría tratar otro tema: hoy hablamos de chorizos.
Más allá de los significados que se le han atribuido a lo largo de la evolución de nuestro idioma, la palabra chorizo define a uno de los embutidos hispanos por excelencia. Para algunos, el chorizo supone el alfa y el omega de la ordinariez gastronómica. Sin embargo, somos muchos los que exaltamos sus cualidades organolépticas, culinarias y hasta terapéuticas –la madre de un servidor, sin ir más lejos, emplea los bocadillos de chorizo para apaciguar el dolor de estómago–
Sea como fuere, el chorizo no es otra cosa que picadillo de carne de cerdo adobada con diversas especias entre las que destaca el pimentón, y que luego se cura ahumándolo o simplemente dejándolo secar al aire. No obstante –y para esto la Wikipedia, como siempre, viene a echarnos un cable–, el chorizo tiene una historia que se remonta hasta el siglo XVI, cuando en un tratado anónimo titulado “Manual de mujeres en el qual se contienen muchas y diversas recetas muy buenas” aparece la primera fórmula para fabricar chorizo.
Chorizos, como los ladrones, los hay en todas partes
A pesar de ser tan nuestro como Cervantes, la quiniela o el vermú, el chorizo tiene sucursales por medio mundo. Si aquí nos lo comemos crudo, en cocidos, a la sidra o dentro de un pan, como es el caso de los bollus preñaos asturianos, en Portugal, por ejemplo, aparece en sus célebres feijoadas (frijoladas) y hasta en sopas, como la sopa de pedra. Cruzando el charco, países como Chile, Colombia, Perú o Venezuela fabrican chorizos con el sello personal de sus ingredientes más característicos dentro del adobo, como el ají amarillo y colorado. Mención especial merece el llamado chorizo criollo, presente en la gastronomía uruguaya y argentina, que no es ni más ni menos que un chorizo que no ha sido curado, y que se cocina fresco en los asados a la parrilla de carbón tan típicos a un lado y al otro del Río de la Plata.
La abuela paterna de quien firma este artículo, que vivió una temporada en Buenos Aires, solía contar que había visto con sus propios ojos al mismísimo Fidel Castro “comiendo choriso” –así, con S en lugar de Z– en alguna calle de la capital rioplatense, unos pocos años después de la revolución cubana, y recriminaba en su discurso que el comandante estaba equivocado, y lo que se estaba merendando no era sino una salchicha. No estaba demasiado equivocada la abuela; los argentinos también llaman chorizo a las longanizas que importaron los italianos que emigraron a América durante los siglos XIX y XX.
En Brasil, por su parte, es típica la lingüiça, un embutido con apariencia de chorizo, en cuyo adobo también aparece el pimentón, antepasada directa del salami italiano.
Chorizo de guante blanco (lo que vendría siendo un chorizo gourmand, vaya)
En los últimos años, fruto de la búsqueda y descubrimiento de nuevos ingredientes en la cocina internacional, el chorizo español ha ido cobrando protagonismo en numerosos restaurantes. Gracias a ello, son varias las marcas y empresas que han apostado por etiquetas de Chorizo Gourmet para sus productos. Sin ir más lejos, no hace ni siquiera un año, el bloguero Mikel López Iturriaga dedicaba un post de su blog, El Comidista, a los usos que la gastronomía anglosajona hacía del chorizo, y lo ilustraba con ejemplos de platos como el lenguado con chorizo, el sandwich de gambas con chorizo o las vieiras con chorizo.
En nuestro país, Juan Mari Arzak servía su Flor de huevo con una mousse de dátil y chorizo, mientras que el mismísimo Ferrán Adriá, quintaesencia de la alquimia en los fogones, ha asegurado en más de una ocasión que su plato favorito son los huevos fritos… con chorizo, por supuesto.
En todo caso, a tenor de las informaciones que nos bombardean desde los medios de comunicación –y cuyo contenido lleva ya un rato tocándonos los cojones sobremanera, dicho sea de paso– el chorizo está más de moda que nunca, sobre todo entre esa tribu urbana que viste trajes italianos, mira la hora en relojes franceses y guarda su dinero en bancos de Suiza, pero a quienes se les llena la boca de la palabra Nación, con un tufo cada vez más asqueroso a Plaza de Oriente y Palacio de El Pardo. Para Marca España, el chorizo, chatos. Pero el de Cantimpalo, el de Pamplona o el de Salamanca.
Y en el lado opuesto a los chorizos, la solidaridad
Nos van a permitir que aprovechemos el hueco que nos queda, antes de dar por zanjada la faena de esta semana, para hacer de altavoz de una iniciativa que nos ha llegado vía correo electrónico desde la Asociación Empresarial de Hostelería de la Comunidad de Madrid, La Viña. Se trata de la campaña “Mil Gracias, Mil Gramos”, con la que la entidad, en colaboración con Cruz Roja Madrid y las ONGs Cáritas y FACIAM, ha conseguido involucrar a más de un centenar de establecimientos hosteleros de la comunidad para ceder alimentos no perecederos, que ayuden a paliar las necesidades de las familias madrileñas más desfavorecidas. La campaña comenzó el pasado 1 de febrero, y se prolongará hasta el día 17 de este mes.
A través de la página web de la entidad, www.hosteleriamadrid.com, es posible acceder a la lista de locales participantes. De igual forma, se ha habilitado en Twitter el hashtag #milgracias para animar a otros ciudadanos a participar en la iniciativa.
Que les aprovechen las letras.
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