Por Diego E. Barros
Como el futuro ya está aquí, primero fueron los quince minutos de fama a los que según Andy Warhol todo el mundo tendría derecho. Los medios hicieron caja poniendo un rostro a las historias de color de las que tanto gustamos. Después, pronto pues la fama dura lo que duran quince minutos, al chaval comenzaron a caerle hostias por todas partes. Como panes. La mayor parte de anónimos que han encontrado en Twitter el altavoz por el que descargar todas sus frustraciones. Es de agradecer. Sabemos de países en los que la frustración se descarga agarrando una semiautomática y llevándose por delante a unos cuantos.
A mí lo que haya dicho Benjamín Serra, que así se llama el chaval, me importa poco. En primer lugar porque creo que todo el mundo tiene derecho a desahogarse como crea más oportuno aunque yo considere mala idea hacerlo colgando un vídeo de la red. En el fondo, todos los que juntamos letras con mayor o menor fortuna no hacemos otra cosa que desahogarnos. Y también, para qué nos vamos a engañar, darle de comer a ese monstruo que llamamos ego. Otra cosa es la relación que cada uno mantenga con él. En segundo lugar porque su historia poco o nada tiene de particular. La suya es sólo una más de las muchas historias que hemos leído, visto y escuchado desde que nos dejamos estafar como sociedad.
De todo este asunto (aunque dudo que llegue a esta categoría) sí me ha llamado la atención otra cosa. La gente que no sólo ha salido a comerse al chaval sino que ha acudido rápida y veloz a ofrecerle lecciones de vida y milagros de la economía y el mundo laboral nuestro de cada día. Esto no es nuevo en un país que está lleno de expertos a los que las redes sociales les han venido de perlas. En eso ha quedado nuestra revolución. Era de esperar pues al fin y al cabo son sólo 140 caracteres de los que nos han sobrado cien para ver todo el cainismo español resumido en una sola cuenta de Twitter. Decía mi abuela que las cosas hay que tomarlas de quien vienen y sólo hay que echar un vistazo rápido a ese Time Line para hallar la cuadratura del círculo en unos argumentos de lo más pintorescos; así que mejor vamos por partes.
Periodismo (y sus etcéteras) «es una carrera de mierda». Bien, gracias. No nos habíamos dado cuenta por eso necesitábamos que periodistas con nómina a fin de mes nos lo recordaran. Al chaval y a los que pasábamos por allí. Yo no sé si la carrera de Periodismo es una mierda o mierda y media. Reconozco que yo no aprendí mucho en ella y sí en la cafetería, leyendo los periódicos y discutiendo sobre ellos. También en la biblioteca. Y sobre todo leyendo. No haber ido mucho a clase fue exclusivamente mi responsabilidad. Claro que tampoco ayudaban unos profesores cuyo nivel dejaba mucho que desear. Y esto era así por la sencilla razón de que la mayoría de los que tuve eran supuestos «grandes profesionales» que venían a contarnos sus batallitas a cambio de 600 euros mensuales y una línea de CV en la que escribir «profesor de universidad». Ambas partes ganaban, especialmente la universidad. Eran infinitamente más baratos que un docente de verdad.
El poco periodismo que sé lo aprendí en las redacciones por las que pasé y en la calle. Quizá, que la carrera de periodismo sea deficiente (que no lo sé) influya haberla convertido en algo superfluo. Alguien permitió hace tiempo a los grandes medios montarse sus chiringuitos particulares a los que llamaron másteres y por los que cobran un impuesto revolucionario que en ocasiones alcanza las cinco cifras. La crisis de la publicidad y eso.
A lo mejor el problema no es Periodismo en particular, sino la universidad en general. Ya saben, ese rollo que vuelve como los pantalones pitillo según el cual ir a la universidad no te da nada y menos un trabajo. Gracias por la información. Todos conocemos ese tópico de que la mejor universidad es la vida aunque la cola del paro esté llena de titulados en el alambre, cadena de montaje, tirada de cañas y colocación de ladrillos. También es una lástima que mientras el país estudiaba a sus vástagos se ocupase también de dinamitar todo el tejido industrial del que hasta ahora se aprovechaban los licenciados en la vida. Por eso ahora el problema va a ser también la universidad. Que, como sospechábamos, además de sobrevalorada ha resultado no ser válida en nuestra cruzada por la competitividad, el I+D+i y el valor añadido.
Hay una variante del argumento anterior expresada por los perdonavidas. Pasándose por la entrepierna cada una de las palabras del chaval, estos han venido a ofrecerle lecciones vitales para acabar llamando gilipollas a quien cuyo fallo ha sido quejarse de que su mañana era esto. El que dice que llegar donde está le ha costado (nos lo repite como si nos enseñase un trofeo) sangre, sudor y lágrimas y ahora parece que quiere ver sangrar y llorar a los demás en una versión posmoderna de la Fama de los ochenta.
Móntate algo, conviértete en «emprendedor». La estafa que vivimos tiene dos mitos fundacionales: «vivir por encima de nuestras posibilidades» y «el emprendedor». Los españoles no emprendemos lo suficiente, dicen los expertos. Es curioso cuando los datos dicen que más del 90% del tejido laboral del país corresponde a Pymes, es decir, a pequeños empresarios (una palabra ahora maldita). Y hay quien todavía quiere más: un país de emprendedores. Ya si eso, luego pensaremos en tener trabajadores. Yo, que debo ser tonto, no quiero «emprender». Primero porque no me da la gana. Y segundo porque no hay ninguna ley natural que diga que todo ser humano debe ser dueño de una empresa. Uno entiende muy bien la manía de algunos con el cuento de los emprendedores cuando cae en la cuenta de que España ha arrasado lo poco que le quedaba de tejido industrial.
Revisen lo que ha pasado en los últimos 20 años y vuelvan a echar un vistazo a la cola del paro.
Por último está la masilla a la que le ha caído una columna en un periódico. Con esa valentía que sólo es capaz de demostrar ante dependientas y cajeras de supermercado, Sostres ha concentrado en siete parrafillos todo lo anterior para acabar diciendo (como siempre) que en la vida hay que saber encajar las hostias: como hombres, como él. Precisamente él, que cuando comenzaron a zurrarle por lo dicho fue a llorarle a mamá y decidió no volver.
A ver si al final va a resultar que lo que ha molestado es que quien se ha ido hable mal de la mierda de país del que se fue. Porque entonces sí tenemos un problema.
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