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Un detalle en los paratextos de El colgajo, del francés Philippe Lançon (editado por Anagrama) me ha obligado a reflexionar sobre la literatura de duelo. En la faja y en la contraportada, el periodista francés Jean Birnbaum califica esta obra como un diario de duelo. En efecto, hay una literatura que alcanza más allá del victimario, del recuerdo y de la reparación de las víctimas, incluso de la literatura de la memoria, para emerger como un género aparte: se trata de la literatura de duelo. Otro escritor francés, Frédéric Beigbeder, que también elogia El colgajo en los paratextos, escribió una novela de la memoria con Windows On The World (también en Anagrama), acercándose al 11-S y las Torres Gemelas. Pero, ¿qué es El colgajo? ¿Estamos ante una novela de la memoria, un desahogo literario como producto de un trauma o, tal vez, ante un vómito inevitable de quien ha sido víctima de un trance horroroso?

Vaya por delante que El colgajo deslumbra con una belleza agónica que hacía mucho que no encontraba en un libro, y tengo muy claro que no estamos ante un texto de duelo ni se trata de un martirologio. El Colgajo es una obra maestra de literatura proustiana en donde su autor nos lleva por los caminos del pavor kafkiano y de la gélida esperanza desplegada por Thomas Mann en su La montaña mágica (Edhasa).

1-Literatura como defensa ante las ofensas de la vida

Philippe Lançon nos guía con una prosa directa hasta instalarnos en el centro del dolor de los hombres. Estamos ante una narración que implosiona sobre los sucesos más terribles y que se nutre de literatura y arte, de música, de belleza al fin y al cabo, de una belleza estremecedora que surge entre las heridas y, sobre todo, una belleza que se alimenta de tenacidad, franqueza y obstinación. Por eso, el libro resulta una lectura tan irresistible como imprescindible.

Y aunque la literatura de duelo nace desde el interior de la propia víctima con la intención de iluminar las zonas oscuras y más inexplicables con el dolor de su escritura, Lançon ha superado ampliamente estas cuestiones sobre el duelo cuando escribe esta obra de referencia sobre la sociedad enferma y lo que significa vivir nuestro tiempo:

una debacle fantasmal de la inteligencia”.

He dicho que la escritura del francés implosiona sobre los sucesos, porque al narrarlos los envuelve en una especie de vórtice que los aísla y los aniquila, los fagocita con una propuesta estética literaria de resistencia que se asemeja a un trípode: Proust, Kafka y Mann. En busca del tiempo perdido (Valdemar), las Cartas a Milena (Alianza Editorial) y la ya mencionada La montaña mágica, todas ellas son lecturas que Lançon va realizando entre operaciones de reconstrucción facial, momentos de pánico, esperas, angustias y rehabilitaciones.

Proust, Kafka y Mann:

Una segunda oleada artística se sustenta sobre la música: Bach y el jazz. Y una tercera sobre el arte en su concepto general, y en la pintura en particular: Velázquez y El Greco.

Bach y Kafka: el primero me daba paz; el segundo, una forma de modestia y de sumisión irónica a la angustia”.

Estos ejércitos de la cultura (no puedo llamarlos de otra forma) son capaces de borrar de nuestra cabeza el origen de la maldad que sacude al protagonista, que autobiografía su historia de supervivencia a un atentado: el ataque a la revista Charlié Hebdó en la mañana del 7 de enero de 2015. ¿Realmente son capaces? Más nos valdría creer que sí, que son todopoderosos, agarrarnos a aquello tan manido, pero no por ello menos efectista, de que la pluma es más fuerte de la espada.

Bach, Velázquez y El Greco:

Independientemente de que esto pueda ser así, o tal vez no, el blindaje elegido por Lançon, en concreto su primera barrera de contención erigida con Proust, Kafka y Mann —que denomina sus tres espejos deformantes e informantes, es la representación más clara que yo haya visto, y leído, de la máxima de Cesare Pavese acerca de que la literatura es una defensa ante las ofensas de la vida. Pero, ¿lo es realmente? ¿O queremos que lo sea aunque, a veces, no nos funcione como tal?

Sobre este asunto escribí no hace mucho tiempo aquí, en Achtung!, una columna. Os dejo el enlace:

https://achtungmag.com/los-libros-como-nuestra-defensa-ante-las-ofensas-de-la-vida/

Y este link a una reflexión sobre la literatura actual que aborda la barbarie desde el suceso de las Torre Gemelas:

https://achtungmag.com/literatura-la-barbarie-una-forma-reparacion-no-odio/

Releo estas primeras impresiones que llevo escritas sobre El colgajo y me topo con que me he formulado muchas preguntas cuyas respuestas tal vez tuviera claras y que ahora se me han revuelto turbias y con virulencia; ¿las tenía claras o solo creía que las tenía claras? De nuevo, otra pregunta…

Esta es una de las principales virtudes del texto de Lançon, esa capacidad, casi exasperante, que consigue provocar en el lector: que formulemos una y mil preguntas, cuestiones que brotan sin parar con cada párrafo, en cada línea. Por ello, trasciende el mero trabajo de duelo, el simple recuerdo de las víctimas o la denuncia de la brutalidad integrista. El colgajo va mucho más lejos.

Frédéric Beigbeder y su Windows On The World:

El autor, durante una de sus presentaciones de la obra llevada a cabo en ese esforzado y comprensible español que tanto le agradezco, nos dio una primera idea de lo que significa este volumen autobiográfico: no se trata de una terapia catalizada mediante la escritura. La terapia fue, acaso, aquello que vivió durante los dos años previos a escribir el libro. Una vez concluida, nació El colgajo.

Por tanto, lo que nos cuenta el autor, su autobiografía del horror, se circunscribe en el interior de un arco temporal menor a esos dos años de terapia, porque empieza realmente con el disparo sobre su cara que le deformará el rostro, con los sesos desperdigados por el suelo del caricaturista Bernard Verlhac, más conocido como Tignous, y se cierra con los atentados en la sala Bataclán de París en la noche del 13 de noviembre del mismo año, ese tremebundo 2015.

Bernard Verlhac, más conocido como Tignous.

Antes y después de estas fechas se nos ofrece alguna información adicional, biográfica, recuerdos de las estancias del autor en Cuba o en España, sobre sus abuelos, las separaciones e historias amorosas, e incluso aparece el atentado de las Ramblas de Barcelona del 17 de agosto de 2017 —es un injerto, nunca mejor dicho, algo obligatorio a lo que hay que referirse porque sucede mientras el autor estaba redactando el libro, pero no tiene que ver realmente con lo que se nos cuenta: El colgajo no es la historia de la violencia yihadista en Europa—.

La sala Bataclán tras el atentado y una imagen de la vigilia en memoria de la víctimas del Charlie Hebdó:

Porque el libro está enmarcado entre dos corchetes de sangre que se unen con una línea de puntos, como los que sustentan y afirman el colgajo del hueso peroné a la mandíbula reconstruida de Lançon, dos jornadas de tragedia: el atentado de Hebdó y la masacre de Bataclán, que sorprende al autor, ya en plena recuperación y dado de alta, en Nueva York; afortunadamente, y tal y como le dice su cirujana por un SMS, lejos de todo aquello.

2-Del tiempo perdido al tiempo interrumpido (pasando por el tiempo hospitalario)

Proust, Marcel Proust, es el hilo conductor, casi el protagonista literario de El colgajo. Un Proust que desde su piso parisino en el número 102 del bulevar Haussmann, varado en su habitación insonorizada con paneles de corcho en donde pasó recluido casi 15 años —me atrevo a pensar que parte de ese tiempo tumbado en la cama mientras el mordisqueo del asma competía con la arquitectónica construcción de su obra maestra, En busca del tiempo perdido, y que terminó derrotándola al convertirse en neumonía—, ese Proust, ese ejemplo, vierte algo de su capacidad narrativa evocadora e introspectiva en Lançon.

Portal de la casa en París donde vivió y escribió Proust.

El colgajo mantiene una referencia continua a la obra de Proust, entabla una conversación fluida y enriquecedora, plena de referencias. Muchos son los niveles que alcanza este diálogo, y muy profundos cuando se trata de afrontar el dolor como esencia del ser humano (aquí también echará una manita Kafka y sus cartas desesperadas y casi masoquistas).

En seguida se activan los resortes del recuerdo de Lançon al pisar el suelo rugoso antideslizante de las habitaciones,

como con la magdalena o el adoquín irregular”.

Lo de la magdalena no creo que sea necesario aclararlo, y el adoquín  irregular, eclipsado por la celebridad del bollo mojado en la tila o el té, o en el mejunje que sea, forma parte del accidentado suelo de la entrada de los Guermantes. Al pisarlo, el narrador del último volumen de la obra de Proust percibe una sensación de felicidad similar a la experiencia magdaleniense porque esos adoquines le recuerdan a Venecia. De esta forma se explicita el tiempo recobrado. Esta imagen de los adoquines aparecerá varias veces a lo largo de El colgajo.

El dibujante Cabu y el humorista gráfico Wolinski, dos de las víctimas del Hebdó:

La lectura y relectura de Proust acompaña a Lançon de forma incansable en mitad de todo su sufrimiento, y en especial el pasaje de la muerte de la abuela del narrador de En busca del tiempo perdido.

La percepción de un nuevo tiempo que sumarse al detenido, perdido o al recobrado, es la del tiempo hospitalario, marcado por sus ritos, acciones y pausas:

El hospital es un lugar de horarios ajustados en el que todo es acción, tensión, espera, disciplina y ataques de nervios”.

Un régimen de vida que convierte al paciente, al herido, en:

un atleta de habitación”.

Una habitación en la que:

no existe el mañana. La realidad no parece ser más que un desmentido de la realidad (…) En el hospital: el paciente no deja de pasar del amanecer al crepúsculo y teme la noche que le espera como a la peste”.

Así que aquí aparece el verdadero germen de este tiempo hospitalario: una realidad irreal con la transición súbita entre amanecer y crepúsculo sin solución de continuidad, y con la llegada, tan terrible, de esa noche en donde cualquier cosa puede ocurrir. No en vano, el autor titula su capítulo 13: Calendario estático, y en el siguiente capítulo desarrolla esta desesperante percepción:

Ese tiempo se nos venía encima como una nube. Una vez dentro, todo en nosotros se vería borrado por la goma imperceptible del instante vivido, todo, el acontecimiento, sus consecuencias, nuestro pasado, nuestro futuro, todo lo que habíamos conseguido y todo en lo que habíamos fracasado”.

También, la lectura de La montaña mágica de Mann ayuda a consolidar esta idea del tiempo hospitalario en la percepción de Lançon, que ya había afirmado en capítulos anteriores que un mes de hospital le había pesado tanto como una vida entera. A través de las palabras de uno de los personajes del libro, Joachim, el primo tuberculoso de Hans Castorp, se corporeiza la nueva comprensión temporal. Lançon copia un párrafo de la novela:

No puedes ni imaginar cómo abusan aquí del tiempo de los hombres. Tres meses son para ellos como un día”.

Y Castorp, que lleva tan solo un día en el sanatorio, se sorprende de la sensación que tiene de no llevar solo un día, sino mucho tiempo, como si con ello se hubiera vuelto más viejo, pero también más sabio. Esa sabiduría es el producto de diferentes mutaciones que experimenta el paciente, a medida que va atravesando el viaje por el mapa del sufrimiento, algo que a Lançon le lleva a concluir que:

Ya no vivía ni el tiempo perdido ni el tiempo recobrado; vivía el tiempo interrumpido  (…) El tiempo perdido luchaba contra el tiempo interrumpido”.

Será en el interior de este cronotopo particular en donde comenzará a metamorfosearse.

Lançon, el autor de El colgajo, antes y después del atentado:

3-Las metamorfosis de Lançon

Indudablemente, la obra gira en torno a la irrupción del atentado en la vida de Philippe Lançon. La manera en que su vida sufrirá un cambio súbito, ubicándolo en ese estado kadariano que ya he comentado alguna vez en mis columnas y estudios: el de funervivo. Porque el Lançon de antes de los sucesos del Hebdó ya no será jamás, y su lugar lo ocupará ese hombre que camina entre los muertos (o que salió de entre los muertos malherido, desfigurado y sentado en una silla de oficina). Por eso, la primera frase del libro marca la frontera entre la vida normal que llevaba y la vida de después:

La víspera del atentado fui al teatro con Nina”.

Ese espectador se suspenderá en el tiempo detenido, para no volver a ser jamás. Es como si una persona se hubiera quedado en una orilla, mientras en la opuesta se encuentra el narrador de El colgajo, separados:

Nina sigue siendo el último punto de la orilla opuesta, en la entrada del puente que el atentado hizo volar por los aires”.

Aquí encontramos una de las primeras ideas que sirven de motor a la escritura del libro y que a Lançon le:

permite quedarme un poco, haciendo equilibrios, en las ruinas del puente”.

Al menos eso resulta al principio, porque después se produce una separación gradual que acaba con el extrañamiento de un Lançon anterior que el Lançon de ahora, atravesado por tubos (la traqueo, la sonda gástrica, el gotero) y un acerico de operaciones, cada vez parece reconocer menos. Serán dos mundos que cada día se distanciaran más, hasta correr paralelos sin posibilidad de encontrarse. Así lo siente el autor que asegura que no podrán juntarse de nuevo:

No podrán, ni en la vida ni en este libro”.

Porque:

lo ocurrido me lo arrebató todo”.

El atentado ha creado una primera metamorfosis en Lançon, lo ha escindido, por eso hay una misión urgente que cumplir con la escritura de El colgajo:

Olvidar lo menos posible se convierte en esencial cuando uno se torna de repente extraño a lo que ha vivido”.

Y esa metamorfosis también incluye el mundo en el que Lançon vivía, ahora partido en dos. Desde el ataque terrorista existe en el capullo hospitalario en donde se ve envuelto mientras, afuera, discurre un mundo:

en el que cada cual sigue dedicándose a sus quehaceres como si la repetición de los días y de los gestos tuviera un sentido lineal, fijo (…) La gente que desde entonces se me acercaba venía de otro planeta, del planeta en el que la vida continúa”.

Lançon es un hombre a caballo entre dos mundos:

“¿Era aquel que ya casi había muerto o el que empezaba a ocupar su lugar? No sabía cuál de los dos vivía entonces y no sé cuál de los dos escribe hoy”.

Y ahora contempla a la gente como venida desde ese otro mundo,

el de los hombres de posición erguida que no habían sufrido eso con lo que, como era mi caso, habría que vivir en adelante”.

Al escribir El colgajo su autor se percata de que se ha multiplicado en tres:

“¿Soy a la vez el detective, el testigo y la víctima?”.

Y además, ha experimentado un cambio indeseable en su tarea periodística; ha pasado de contemplar la realidad y comentarla en forma de noticias o reportajes, a ser él mismo esa realidad noticiosa:

Un periodista (…) no puede convertirse en el centro de la historia. Es una planta que crece en el ángulo muerto del acontecimiento”.

Y aun le faltaba otra transformación producto de su obligatoria experiencia como paciente del hospital, ya experto en las curas que le realizaban y amigo de máquinas y tubos. Ahora se había convertido en:

el paciente, el alumno y el observador”.

Y, finalmente, certifica su definitiva nueva encarnación, producto de las escisiones que ha experimentado, con la triste certeza de que:

me había convertido en el producto de una resta”.

Entre las doce víctimas mortales del atentado al Charlie Hebdó estaban el dibujante Charb, director de la publicación, y el caricaturista Honoré:

4-El hipo sangriento de la Historia

Además de las referencias culturales y literarias a las que ya me he referido, hay una presencia que se sustenta en la casualidad y que va marcando algunos tiempos de la historia de El colgajo como si fuera un diapasón: se trata de la novela Sumisión, y de su autor Michel Houellebecq. La novela salía a la venta el 7 de enero, el mismo día del atentado, y Lançon había tenido la oportunidad de leerla en un adelanto editorial. En la fatídica reunión de redacción segada de cuajo por los asesinos yihadistas se estaba debatiendo sobre la novela y la manera en que la revista iba a abordarla. Fue el último tema que trataron.

Si os interesa saber más del propio Houellebecq, aquí os dejo algunos enlaces a trabajos que he publicado sobre la obra del francés y sus novelas:

https://achtungmag.com/serotonina-el-escritor-michel-houellebecq-y-el-chasquido-de-thanos/

https://achtungmag.com/ampliacion-del-campo-batalla-extranjero/

https://proscritos.com/houellebecq-y-serotonina-el-hombre-como-isla/

https://www.minuevaedad.com/actualidad/2017/12/6/el-libro-del-mes-ampliacion-del-campo-de-batalla-de-houellebecq/

https://achtungmag.com/adios-al-mundo-de-ayer-cuatro-escritores-y-sus-visiones-del-mundo

Casi al final del libro, como cerrándose un círculo maligno, Lançon coincidirá con Houellebecq en un acto editorial: se nos transmite una conversación algo desganada que no parece entusiasmar mucho al autor de El colgajo.

Houellebecq y Sumisión, tan presentes en El colgajo:

La casuística juega un papel determinante en la mente del Lançon, ese repertorio de ¿y si…? que ha marcado su futuro. ¿Y si hubiera llegado tarde a la reunión? ¿Y si se hubiera quedado dormido como algún otro que se salvó del atentado precisamente por eso?:

Si Elvin Jones no hubiera muerto, yo no habría escrito esa crónica. Si yo no hubiera escrito esa crónica, Cabu no habría hecho ese dibujo. Si Cabu no hubiera hecho ese dibujo, yo no me habría detenido a enseñarle aquella mañana el libro de jazz que me había hecho pensar en él. Si no me hubiera detenido a enseñárselo, habría salido dos minutos antes y me habría topado en la entrada o en las escaleras —he hecho el cálculo cien veces— con los dos asesinos”.

Este es el espiral de causalidad que atormenta a Lançon; una espiral absurda y sin remedio, donde el libro de jazz marca el origen de la tragedia, pero muy bien podría haber sido otra cosa. Desde este instante, la víctima del atentado es víctima de la casuística y del tiempo. Y también de un sentimiento de irrealidad ante lo ocurrido que lo convierte en una especie de personaje ficticio:

Si escribir consiste en imaginar todo lo que falta, en reemplazar el hueco con cierto orden, lo que yo hago no es escribir: ¿cómo iba a poder crear la menor ficción cuando a mí se me ha tragado una ficción?”.

Por eso, la presencia de Proust, como hemos visto, la forma en que lleva a cabo ese relleno de los huecos con orden en su En busca del tiempo perdido, le resulta a Lançon una guía definitiva para poder construir y (re) construir su discurso de una:

ficción singular que es el exceso brutal de realidad”.

Y en todo ese mundo ficticio de posibilidades la novela Sumisión ejerce su influjo: la cirujana que lo atenderá, y que será crucial en su recuperación, recibe el aviso del atentado para acudir urgentemente al hospital mientras está comiendo con una amiga que le acaba de regalar… Sumisión de Houellebecq.

Todo ha terminado manchado de ese hipo sangriento de la Historia, tan amargo, una de las frases cercanas al final del libro. Un libro que es el intento, también, de traernos la historia de ese funervivo al que me refería. Un funervivo que desearía que:

los muertos que me acompañan pudieran escribir lo que viven o no viven dondequiera que estén tal como son (…) Probablemente porque hubo un momento, durante varias semanas, en que me pareció que vivía con ellos, entre ellos, en ellos”.

Y aunque yo menciono este término de funervivo producto de mis estudios sobre la obra del albanés Ismaíl Kadaré, Lançon lo percibe también adjudicándose un término sacado de la neolengua del Orwell de su novela 1984: muervivo. Y esta no es la única referencia ni coincidencia con la distopía totalitaria, dado que los números de las habitaciones por donde peregrinará como paciente, en especial la primera, la habitación 106, y en las que sufrirá, se asemejan a esa terrorífica habitación 101 en donde se tortura a los contrarios al Gran Hermano arrojándolos al peor de sus miedos. En el caso de Lançon, es el devastador efecto del atentado, que no lo ha destruido (física y psicológicamente) únicamente a él:

El atentado se infiltra en los corazones que ha mordido, pero no los amansa. Irradia alrededor de las víctimas una serie de círculos concéntricos y los va multiplicando muchas veces en atmósferas patéticas. Contamina lo que no ha destruido a fuerza de subrayar con un bolígrafo de trazo nítido y sangriento las flaquezas secretas que nos unen y no veíamos (…) El atentado crea una cadena de sufrimientos súbitos, comunes y particulares, en el que cada amigo de la víctima parece de pronto marcado a fuego candente, como ganado: la violación es colectiva (…) Mis heridas eran también las suyas. Mi prueba, mi adversidad era cosa de todos”.

Tras varias habitaciones de hospital y diecisiete operaciones, trece dientes menos y un injerto del peroné en la mandíbula, las conclusiones de Lançon no resultan demasiado optimistas, pero viajan cargadas de una razón espeluznante que señala directamente a nuestra locura. Después de los atentados yihadistas que han azotado Europa:

una vez apagadas las velas y retirados los corazoncitos, todo el mundo hace como si nada hubiera pasado —¿qué otra cosa iba a hacer?— y como si los asesinos no fueran una consecuencia desastrosa de lo que somos y de lo que vivimos (…) No he dejado de contar las operaciones igual que no he dejado de contar los atentados”.

Homenaje floral frente a la entrada del edificio de la revista Charlie Hebdó.

En efecto, los asesinos del Hebdó eran, tal y como los calificó Lançon durante la presentación de su libro, hijos de la República. ¿Tiene alguna solución este pavor tenaz que nos devora desde el mismo centro de nuestra seguridad? ¿Qué podemos hacer para aproximarnos —con eso bastaría de momento— a intentar comprender la magnitud del conflicto sin perder una perspectiva humanista y no dejarnos mecer por las soluciones salvajes?

Algo podemos hacer: leer El colgajo de Philippe Lançon.

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