Todo en Sacrificio, primera novela del mexicano Béla Braun, y editada por Nieve de Chamoy, tiene una segunda interpretación, e incluso más de dos, como si la realidad se reflejase en un espejo que fuera un prisma que nos devolviera múltiples posibilidades. Todo se desdobla en esta historia que transita del género negro a la novela cuántica, pasando por uno de los pilares fundamentales que la sostiene: el realismo sucio. Paradójica afirmación esta, porque el juego con el tiempo y los espacios, en principio, debería alejar la obra de Braun de ese presunto “realismo”, pero la ambientación, y la propia trama en sí, tienen mucho de esa marginalidad violenta y sexual que caracteriza este género, con fuerte vocación, además, latinoamericana. En definitiva, Sacrificio, como veremos a continuación, es un debut literario sorprendente. Y sobresaliente. Por eso voy a hablaros de ella en este Odradek de Achtung!
En primer lugar, ubiquémonos en ese título: Sacrificio, y en las dobleces que nos oculta. Ajedrecísticamente hablando, un sacrificio es la entrega de una pieza para ganar una ventaja posterior, ya sea de posición, calidad o tiempo, pero la palabra también se refiere al lugar por antonomasia en donde se realzan sacrificios: un matadero. Y el matadero será un lugar importantísimo para el desenlace del libro.
El ajedrez nos lleva directamente al protagonista: Imre, alias Tili, un precoz campeón, con una extraordinaria proyección que condenará al no realizar, precisamente, un sacrificio que le habría dado la victoria en la partida decisiva, esa que lo podía convertir en Campeón Nacional. Ese sacrificio de caballo por peón no ejecutado lo perseguirá durante toda la vida y, tal y como asegura Imre:
“lo llevo dentro desde entonces, como un veneno de liberación prolongada”.
Imre, con la mente envenenada por el ajedrez.
Desde aquella derrota, Imre inicia una huida, un abandono del ajedrez que también es una huida de su propia vida. Así empieza la novela, con Imre vagando por la Ciudad de México, a la búsqueda de algo que no sabe identificar, atormentado por los años pasados y por algunos acontecimientos ocurridos en la adolescencia, concretamente en la escuela de secundaria, cuando experimentó un primer amor explosivo por su compañera de clase, Mariana.
El cerebro dañado, retorcido, complejo y sufriente de un jugador de ajedrez es todo un topos narrativo. Como ejemplo de ello, otras dos novelas imponentes: La torre herida por el rayo (Destino), de Fernando Arrabal y Novela de Ajedrez (Acantilado) de Stefan Zweig. Los ajedrecistas, tal vez por su mente matemática, son capaces de percibir de una forma peculiar el Universo, que es decir lo mismo que el tiempo y del espacio.
Y hablando de espacio y tiempo, la novela quiebra lo convencional y los retuerce, alterándolos ambos mediante una bifocalización narrativa que es una de sus principales características.
En efecto, en Sacrificio nos encontramos ante un discurso construido a dos voces. Y este es el grandioso acierto de Béla Braun. A la voz sosegada, confundida también, pero seria y represada de Imre, debemos sumar la verborrea desatada y repleta de insultos, expresiones malsonantes, jerga, germanía, o como queramos llamarlo, del otro protagonista del libro: Adrián Amezcua.
Lo realmente interesante es el lugar desde donde se articulan ambas voces. La del protagonista, Imre, en el corazón de una Ciudad de México, de ese D. F. que no reconoce, inmerso en el caos de su propia percepción, de su propio pensamiento, tratando de comprender y, a la par, de sobrevivir.
Por su lado, el divertidísimo (no por ello menos terrible) discurso de Adrián Amezcua tiene lugar en la cárcel, en concreto (al menos en su mayoría, porque hay un pequeño capítulo en el que Amezcua monologa con Masilla, su compañero de celda) en una sala de interrogatorios donde un anónimo capitán (¿tal vez comandante?) pregunta al preso sobre su relación con Imre.
De esta forma, Béla Braun define a los dos personajes: Imre es activo, Adrián es pasivo, dado que no puede incidir ni actuar en los acontecimientos, que siempre narrará en pasado, mientras que Imre influye sobre ese espacio-tiempo maleable para tratar de alterarlo a su favor. Podríamos decir que la peripecia de Imre es onírica y murakamiana, mientras que el discurso de poderosísima oralidad de Amezcua es de componentes rulfianos.
Novela onírica, género negro, realismo sucio. El componente de la ciudad enferma, sórdida, que exacerba las pulsiones sexuales, además de las criminales, es uno de los temas fundamentales de ese realismo sucio, desde sus padres fundadores, John Fante y Bukowski, pasando por La trilogía sucia de la Habana (Anagrama) del cubano Pedro Juan Gutiérrez o del costarricense Faustino Desinach, este último con toda una serie de títulos que han revitalizado el género, entre los que destacaría dos obras: Efectos personales y Balada clandestina.
En la novela de Béla Braun aparece caracteriza la Ciudad de México con estos parámetros alienantes. Es una ciudad peligrosa y enferma, un conglomerado humano en permanente zozobra, que esconde la maldad en su red de pasillos oscuros y escaleras. Imre deambula por este espacio, mientras el discurso presidario de Adrián se realiza desde otro mundo igualmente tenebroso y delicado, la cárcel.
De esta forma, ambos protagonistas, separados —al parecer, según afirma Adrián al comienzo mismo de su discurso, no se ven desde hace diez o veinte años, pero no es un narrador confiable—, comparten una localización afín al realismo sucio, y su devenir se carga de ese onirismo que los lleva a comportarse como figuras mecánicas, casi como peones de ajedrez a los que se puede sacrificar.
El discurso de Adrián jamás obtiene una respuesta, ni por parte del capitán que lo entrevista (¿o es un comandante?), que nunca articula palabra, ni de su compañero de celda Masilla, sumido en un sueño extraño con el que parece no prestar atención. El discurso de Adrián es un discurso kafkiano, como el de ese Joseph K. que por mucho que alce la voz nunca será atendido en El proceso.
Por su parte, las interacciones de Imre son todas dudosas, al menos dudosas en su mente, por tanto en la mente del lector, y nunca sabremos si son reales o ficticias, soñadas o inventadas, y qué parte de ellas le han ocurrido y qué porción serán producto de un desdoblamiento esquizofrénico que lo arrastra, más que a vivir dos realidades, a experimentar una dimensión paralela.
El espacio, entonces, que ambos protagonistas comparten, se encuentra en el recuerdo, en el pasado, en el tiempo compartido en la escuela de secundaria, verdadero motor de la novela. En esa época, durante un campamento campestre llevado a cabo por el colegio, Imre hará su demoledora confesión a sus compañeros, al ser obligado a expresarse en público. A la pregunta del profesor acerca de lo que quería de la vida, admite:
“Soy Imre y tengo tres sueños. El primero es ser campeón nacional de ajedrez. El segundo no se los puedo decir. Y el tercero es que todos ustedes se ahoguen en el río de mierda que pasa allá abajo”.
De los tres sueños, y nótese que se utiliza la palabra sueño, en el primero fracasará al no realizar ese sacrificio al que me refería al principio; el segundo, inconfesable, es su amor por Mariana, y el tercero viene propiciado por el aborrecimiento que tiene el muchacho por sus compañeros de clase que lo mortifican dado que, tal y como Adrián lo califica, es un friki incomprendido, permanentemente ninguneado y sometido a bullying.
Poco después, Imre sorprenderá a Mariana, entre los árboles del bosque, manteniendo relaciones sexuales con otro compañero de clase, justo cuando ha sido acicateado por Adrián (que se había convertido en su protector, porque en este tramo de la novela se ha invertido el rol de los personajes; aquí es Adrián el activo e Imre el pasivo), que lo había convencido de que debía abordar a la muchacha y confesarle lo que sentía.
Béla Braun marca con especial crueldad, sexual y psicológica, el instante de la visión de Imre, al ponerla en palabras de Adrián, y ya sabemos que Adrián es un pendejo deslenguado que todo lo cuenta de manera directa y sin miramientos. Y el impacto, la humillación en Imre, es de tal grado que, y este es otro golpe maestro del autor, de inmediato se desencadena una brutal tormenta sobre el campamento.
No se trata de un recurso, de la llamada falacia patética wertheriana en donde el estado interior del ánimo del personaje se proyecta en la climatología externa; simplemente, estalla la tormenta, trae una riada y ahoga “en el río de mierda” a unos cuantos compañeros de clase. Se acaba de configurar así, para el resto de alumnos, un Imre despechado y vengativo capaz de crear una tormenta para castigar la afrenta sexual y cumplir así su tercer sueño. Desde entonces, aún será tratado en clase de peor forma, hasta que la situación se haga insostenible. Todos lo culpan del terrible suceso.
Béla Braun ha demostrado aquí que ha sabido construir un segundo pasado terrible que, sumado al de ajedrecista, atormentará al protagonista. Vaga por la ciudad a la búsqueda de una nueva realidad, y manifiesta al inicio de su huida:
“En algún lugar tiene que estar la vida”.
Y es una huida que tiene un objetivo claro, la búsqueda de sentido, y como tal comprende Imre esta salida de su casa paterna:
“En algún lugar debe de haber respuestas”.
Imre se aleja de su barrio de la infancia, del lugar en donde ha vivido, como si se tratase de un resucitado que abandona su tumba:
“La colonia que dejé al otro lado de la gran avenida es un cementerio sin cruces, de enormes tumbas con ventanales, y alguna rotonda, las casas que ya no serán mi tumba, el barrio que ya no será mi panteón”.
La afirmación recuerda a esos versos de Dámaso Alonso, cuando dice en su poema Insomnio (del libro Hijos de la ira, de 1944):
“Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna…”.
Aunque el poema, escrito un año después del final de la Guerra Civil, tiene ese trasfondo, desde luego, bien podría ser el leitmotiv de la novela Sacrificio, simplemente cambiando la ubicación, Madrid por la Ciudad de México. Al fin y al cabo… ¿acaso las grandes ciudades no poseen algo de tumbas en vida para sus habitantes?
Es así: los dos protagonistas habitan en el interior de sus propios sarcófagos. El de Adrián es físico, la cárcel, la celda, pero el de Imre es psíquico. La dualidad de ambos sepulcros viene reflejada por un juego de capítulos y contra capítulos, tipográficamente emparejados por dos números; uno de ellos, el perteneciente a la huida de Imre, se consigna en números romanos, y le sigue, inmediatamente, el contra capítulo con el discurso de Adrián. La estructura es la siguiente: I, 1, II, 2, III, 3, IV, 4, V, 5…, hasta el final del XI, 11.
Esta técnica de dobles capítulos o como he definido, contra capítulos, ya me la había encontrado antes, elaborada de forma algo distinta, pero con el mismo espíritu que utiliza Béla Braun, en Frías flores de marzo (Alianza), la novela del escritor albanés Ismaíl Kadaré. Las dos realidades (o tal vez irrealidades) conviven a la par, quebrando espacio y tiempo y convirtiendo a Sacrificio, además, en una novela cuántica hasta el punto de que Imre confiesa que:
“tenía miedo de estar despierto y descubrir que nada había pasado en realidad”.
Por último, me queda un detalle que, dada mi pasión por lo húngaro, no he podido pasar por alto. Ya en el nombre del autor, en ese Béla, resuenan ecos magiares, aunque por mucho que he indagado por las redes e Internet, no he encontrado ninguna referencia del escritor a esos presuntos ascendentes húngaros. Por cierto, ya que hablo de Internet, os dejo a continuación dos enlaces a dos entrevistas con Béla Braun llevadas a cabo en televisiones mexicanas.
Programa Molino de viento:
Espacio La entrevista en TVMás:
Vuelvo a lo de Hungría. En la novela, los padres de Imre (que comparte nombre con Imre Kertész, el Premio Nobel de Literatura) hablan en un idioma extraño que, evidentemente, es húngaro. No es difícil llegar a esta conclusión: los padres de Imre son húngaros refugiados en México tras la represión con que la Unión Soviética sofocó la Revolución de 1956 y que trajo la oscura época del kadarismo, en relación con János Kádar, Presidente del Partido Socialista Húngaro.
Y de Hungría nos llega el personaje de Gyula, caracterizado como un demonio, un ser sombrío y espectral que arrastra la muerte tras de sí. Gyula ha sido, durante la infancia de Imre, su maestro, le ha enseñado el ajedrez competitivo. Gyula encarna a esos tipos de la policía secreta húngara o Államvédelmi Hatóság, conocida por sus siglas de ÁVH. Podemos suponer que, el padre de Imre, localizado en México, es extorsionado por Gyula de alguna manera, y el resultado es un intercambio, casi un sacrificio: la entrega del hijo a su maestro de ajedrez.
Un dato más que añadir al misterio parcialmente desvelado: un mensaje en un contestador, con la voz de su padre dirigiéndose a Imre, utiliza la palabra de cortesía servus (se escribe szervusz, aunque el autor opta por la forma fonética y no por la ortográfica). Es un saludo algo más formal que el habitual szia, lo que implica un respeto del padre por el hijo, suponemos que bien ganado en el tablero de ajedrez.
Esta trama de trasfondo húngaro es una más de la aberturas que propone una novela caracterizada por el poderoso discurso de la voz de Adrián Amezcua, y que, curiosamente, me ha recordado a la voz narradora que aparece en otra novela publicada por Nieve de Chamoy y de la que ya hablamos aquí, en Achtung! Me refiero a Lagarto Rey, del panameño Javier Medina Bernal.
https://achtungmag.com/javier-medina-bernal-y-lagarto-rey-el-reptil-borracho-en-el-ojo-del-escritor/
Y como la literatura, y la música, entablan conversaciones con otros autores y con otros músicos, las voces poderosas de Sacrificio y Lagarto Rey, de Béla Braun y de Medina Bernal (ambos músicos) se unieron para presentar en un concierto las novelas. Aquí os dejo un enlace a tan curioso y original evento, con ambos escritores, mexicano y panameño, sobre el escenario:
Quizás esta música pueda traernos algo de sosiego tras la lectura de Sacrificio, tensa y tremenda novela cuyo corolario podría ser una afirmación de su protagonista:
“Nada duele tanto como la esperanza”.
Y es que, la esperanza, a veces, se encuentra detrás una puerta de metal que, cuando se abre, da paso a un matadero y muestra decepciones que son como horrores. Como lectores, de verdad, os animo a que abráis la puerta metálica de Sacrificio. Lo que encontréis después ya es cosa vuestra, algo que se encuentra dentro de cada uno, pero es indiscutible que, además, disfrutaréis con el hallazgo de una gran novela.
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