Por A.C | Ilustración Daniel M. Vega
No me apetecía quedarme en casa. Había discutido con Alberto, un malentendido de esos absurdos por Whatsapp. Eran las ocho, iba por casa en bóxer y chanclas. Me puse encima unos vaqueros cortos y una camiseta y salí a pasear sin rumbo. Es lo bueno de vivir en el centro, no tienes que planear nada. Me pega vivir en el centro, ahora que lo pienso.
Enseguida llegué a la Latina. Para un estudiante sin pasta como yo es algo triste deambular por sus calles repletas de terrazas y contemplar desde la barrera el bienestar de los otros, pero si algo tiene Madrid es que contiene un mapa secreto de tesoros para pobres (“Paris es gratis”, decía Horacio Oliveira) y, en mi paso por ese barrio diseñado para el derroche chic, me detuve en los jardines del Príncipe de Anglona y permanecí un cuarto de hora sentado en un banco. Necesitoesos respiros. Hay veces que todo lo que me hace falta es habitar un espacio ajeno, es como verme desde fuera y entonces soy capaz de decirme esas cosas que en el flujo de la cotidianeidad se quedan en meros susurros que no llego a interiorizar.
Tenía ganas de ver el atardecer. No dudéadónde dirigir mis pasos: no hay mejor lugar que el Templo de Debob para ese momento del día, sobre todo en verano. Me dejé caer hasta el viaducto de Segovia, crucé hasta Ópera y su bullicio turístico y, tras bordear Plaza España, ascendí hasta el parque donde se levanta ese antiguo templo egipcio rescatado del olvido que impone la modernidad e implantado quirúrgicamente en el corazón del Madrid tardofranquista. No, no tuve en cuenta que es una zona habitual de cruising.
Fue un bálsamo. Me senté al borde del estanque, lejos de la multitud. Pasaba una china ofreciendo cervezas. Le compré una. Luego otra, y otra. El atardecer, más bien falto de color por la ausencia de nubes, dio paso a la noche y su engaño plácido. Dejaba correr mis pensamientos de fantasías de convivencia con Alberto a recuerdos tórridos de esos polvos que suelo evocar cuando me masturbo. Lo supe: estaba ‘en el mood’.
Sí, permanecí allí hasta que los turistas y la gente que trabaja al día siguiente empezó a dejar espacio a las aves rapaces desarraigadas, ávidas de alimento. A él le había visto pasar un par de veces con ese aire inequívoco de espera atenta. Muy guapo, muy varonil, unos treinta. La siguiente vez que pasó a lo largo del estanque me levanté y le seguí a poca distancia. Me observaba por el rabillo del ojo, enseguida se desvió del camino principal y buscó un terreno más oscuro y desierto. No lo dudé. Olvidé a Alberto, olvidé mis propósitos de enmienda, me dejé llevar por el deseo intenso de ruptura que había nacido en ese desacuerdo estúpido por Whatsapp. Enseguida me encontré a su lado, sin palabras, y ahorareconozco esa sensación cuando hundió su boca en mi cuello y me echó mano al paquete: me sentí ‘en casa’ de nuevo.
No hay mucho más que contar. Un intercambio sin huella, una transacción de falso cariño e idénticamente falsa pasión, una bola de kleenex abandonada a los pies de un árbol. Lo único que me dijo, cuando todo hubo terminado, fue que saliera yo antes. Lo agradecí, es uno de esos gestos de caballerosidad raros de encontrar. Así que ‘salí’, regresé a los caminos iluminados que conducen a la civilización y en pocos minutos me hallé de nuevo en Plaza España camino de casa, un soldado más del ejército anónimo que marcha un día entre semana por Madrid.
Al llegar a mi calle pasé de largo mi portal. De la misma forma que me había dejado llevar desde que salí de casa, me encontré frente a las ventanas del apartamento de Alberto. Había luz en su dormitorio. Le imaginé leyendo, sé qué novela tiene a medias y sé que quería acabarla hoy. Le envío un whatsapp escueto: “Te echo de menos, buenas noches”. Nada cambia en su ventana, pero su respuesta me llega de inmediato: “Y yo a ti, Álvaro. Que descanses”.
Me quedo allí, en la acera. No me voy hasta que apaga la luz de su lámpara de noche.
Desearía borrar lo que ha pasado hace un par de horas, desearía borrar una buena parte de mi pasado reciente. Pero ahí está, y empiezo a pensar que necesito vivir varias vidas para tener una.
Esta.
} continuará
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