No es algo extraño, ni nuevo, admitir que el suicidio en la literatura es un elemento demasiado presente y común. Acabar voluntariamente con la vida ha sido un recurso utilizado por la intelectualidad desde los tiempos clásicos, aquellos del saber grecorromano. Y para qué vamos a engañarnos, a muchos nos ha interesado el misterio que se alberga en esta solución, o salida, o como queramos llamarlo, de anticipar el final del curso natural de las cosas. A este respecto, el escritor Toni Montesinos ha publicado El gran impaciente: Suicidio literario y filosófico, editado por Ápeiron. Se trata un estudio, pero también de una reflexión sobre un asunto que sigue siendo un tabú en el primer mundo, a la par que una idea magnética y poderosa, además de un enorme problema y drama social. No hay que engañar a nadie: no existe nada glamuroso en quitarse la vida. Aun así, es un acto que se fija en la mente de muchos con fascinación y mordisquea con especial saña el espíritu de los escritores.
Dos suicidios, uno filosófico y otro literario, marcaron desde siempre mi atención por el asunto. En primer lugar, un clásico entre los clásicos, el final de Séneca en el año 65 d. C., obligado por Nerón, el emperador más infame que haya pasado a la historia (o al menos a la par que Calígula). Perdura la imagen del filósofo en el interior de la bañera, en donde se abrió las venas y se acompañó de la ingesta de cicuta, después de haber cenado y bebido a gusto, rodeado de su familia y amigos.
Este final del cordobés ha contribuido a ese imaginario de aceptar el suicidio de forma elegante, casi organizando una fiesta alrededor del acto, algo que ya habían llevado a cabo otros, como por ejemplo Arcesilao en el 241 a. C., atiborrado a vino, o Carnéades en el 129 a. C., con un festival de Hidromiel. El ejemplo de Séneca también cundirá en Petronio, en el año 66, que culminará una fiesta cortándose las venas, también obligado por Nerón que, finalmente, recorrerá el mismo camino al suicidio que ambos, siendo apuñalado por un asistente suyo.
Estas pocas historias vienen a ilustrar que fueron muchos los suicidas que se cuentan entre las filas de los filósofos y los escritores. Organizar esta ingente información de una forma cronológica y sencilla, además de manera accesible, es uno de los atractivos del libro de Toni Montesinos, que ordena a todos esos suicidas en una Cronología después de unos capítulos apasionantes en los que ha desgranado la historia del suicidio por periodos históricos, desde los pueblos bárbaros y la Antigüedad grecolatina, pasando por la Edad Media, Renacimiento, Barroco, Ilustración y siglo XIX, para desembocar en el siglo XX, en donde manifiesta que es un mal y una práctica especialmente propios de ese momento.
El suicidio es la estrella entre los escritores del siglo XX: dos guerras mundiales, el final de un Antiguo Régimen, el cambio o tránsito hacia la modernidad, las barbaridades y genocidios, los horrores del GULAG y de los Campos de Exterminio, la percepción existencialista de la realidad, la pérdida de la identidad y el desarraigo, todo ello, hace propicia la práctica entre aquellos que se dedican a la escritura. Montesinos asegura que:
“los escritores son de diez a veinte veces más propensos que otras personas a sufrir enfermedades maniaco-depresivas, lo que les puede conducir a menudo al suicidio. El asunto se complica si el escribiente cultiva la poesía, género que deja aflorar como ningún otro las complejas impresiones que pueden provocar la tristeza, la soledad o el dolor intensos”.
Es obvio, siempre lo he afirmado, que el escritor posee una percepción distinta de la realidad, esto no quiere decir que sea mejor o peor que la percepción de la realidad de un bombero o de un ejecutivo de cuentas, simplemente es diferente, y a menudo le lleva a sentir dolor frente a sucesos o imágenes que, tal vez, a otras personas no les transmitan esas sensaciones.
No puedo callarme lo que siento. Escribir es vivir en un permanente estado de angustia, tal y como el propio Toni Montesinos nos muestra en su última novela El fantasma de la verdad (El desvelo ediciones). La literatura, la vida del escritor, es una batalla campal con todo lo que lo rodea, porque todo lo que lo rodea es susceptible de ser narrado, novelado, poetizado. En ese aspecto, es un esfuerzo pavesiano, la escritura es el oficio de vivir y, como tal, para mí, la literatura es como la vida: un festival de agravios.
Simplemente, basándonos en la premisa anterior, ya podríamos comprender algunos de los motivos que llevaron a tantos grandes escritores al suicidio en el siglo XX. Fuera por unos motivos o por otros, desde Zweig a Pavese, pasando por Trakl, Felipe Trigo, Mário de Sá-Carneiro, Esenin, Maiakovski, Ramos Sucre, Quiroga, Lugones, Alfonsina Storni, Anne Sexton o Virginia Woolf, todos ellos han venido demostrando algo al quitarse de en medio y que yo, con el paso del tiempo —y muchos volúmenes leídos— creo que he podido concluir.
Puedo afirmar que es imposible hallar en los libros una respuesta para paliar el dolor ni la desesperación del escritor. Entre las páginas no existe ningún código secreto, ninguna revelación, ni la menor posibilidad de redención. Pero, eso sí, la literatura puede funcionar durante un tiempo como un muro de contención a la destrucción personal —Bukowski y su afirmación de que las palabras que escribía lo mantenían a salvo de una completa locura son un buen ejemplo de ello— y, paradójicamente, para todo lo contrario: para aniquilarse hasta las cenizas.
Aquí os dejo un enlace a la crítica que de la novela de Montesinos, El fantasma de la verdad, que firmé para Achtung!:
https://achtungmag.com/toni-montesinos-y-el-fantasma-de-la-verdad-la-literatura-y-sus-monstruos/
No he mencionado, en la lista anterior, el suicidio de Sylvia Plath, porque este fue el otro, el suicidio literario al que me refería casi al inicio de este Odradek de viernes, como uno de los suicidios que, junto al suicidio filosófico de Séneca, siempre me llamó la atención.
A la muerte de Plath me aproxime a la par de mi entrada en contacto con su poesía, creo que es algo casi imposible de eludir. El suicidio de la norteamericana se extiende como una mancha de petróleo por lo cristalino de sus poemas que, aun así, continúan incontaminados y salen una y otra vez triunfadores. El Dios salvaje (Emecé) libro de Al Álvarez sobre el suicidio, fue el primero que leí sobre el asunto, y llegué hasta él a causa de Sylvia Plath. Álvarez, que también había intentado suicidarse, era amigo de Sylvia Plath. En su libro, entre otras historias y reflexiones sobre el suicidio, nos cuenta cómo se va aproximando el momento del final de la escritora de una forma inexorable, y que nadie puede evitarlo a pesar de las señales que emite la poeta.
Volviendo a Toni Montesinos, también la obsesión por este asunto le viene de lejos. Le recuerdo algún prólogo a la obra de Horacio Quiroga, en donde el suicidio es de importancia capital, y la edición de varios textos que han culminado en este El gran impaciente del que os ahora hablo.
En efecto, antes, Montesinos había publicado este mismo libro en 2005, en una edición a cargo de March Editor. Esta nueva versión de 2019 ha sido revisada y ampliada. En 2015 publicó con la editorial Ultramarina Cartonera la Antología poética del suicidio (siglo XX) y en 2014 había aparecido su trabajo Melancolía y suicidios literarios. De Aristóteles a Alejandra Pizarnik, en Fórcola Ediciones.
Aparte de estos textos teóricos, un poemario y sus dos novelas han abundado en el mismo tema del suicido. El poemario Labor de melancoholismo (Chamán Ediciones), la novela ya referida El fantasma de la verdad, así como Hildur (Piel de Zapa).
De manera que nos encontramos ante un libro que culmina, de momento, este recorrido por una de las obsesiones del autor. De su lectura se desprenden algunas conclusiones curiosas: que en la época grecorromana lo mismo se suicidaban tras un banquete o un atracón de comida y bebida, que se dejaban morir de inanición dejándose consumir tras días sin probar bocado; que en la mayoría de los suicidas modernos el insomnio insoportable jugó un papel crucial; que varios escritores se colocaron una especie de fecha de caducidad, y que decidieron no seguir viviendo a partir de una edad determinada.
Como formas de suicidio hay muchas más de las imaginables, Toni Montesinos nos ofrece en uno de los apéndices del libro, su Modus Moriendi, un detallada lista de los escritores y la manera (en ocasiones más de una) en la que eligieron abandonar este mundo.
Llama la atención que Montesinos haya considerado como forma de suicidio el alcoholismo y la sobredosis por drogas, y aparecen en la lista ilustres borrachuzos como Truman Capote (murió de cáncer de hígado), Charles Bukowski (a pesar de ser un alcohólico falleció de leucemia a los 73 años), Raymond Chandler (que si bien intentó suicidarse dos veces y era alcohólico, murió de neumonía), Edgard Allan Poe, Rubén Darío, Joseph Roth y Dylan Thomas…, que aunque no murieron de un suicidio premeditado e inmediato, sí que sometieron su cuerpo a la destrucción continua y consciente de las sustancias y el alcohol, por lo que también se puede considerar semejante espiral de aniquilación como un acto suicida.
De esta manera ha construido Montesinos su libro: nos ha ofrecido una interesante perspectiva histórica del suicidio y la ha aislado de manera ampliamente documentada como un mal propio del siglo XX, independientemente de que la gente se suicidase en todas las épocas; se puede afirmar que en el siglo XX esta forma de muerte se convierte en, paradójicamente, una forma de vida. A ese respecto, Montesinos afirma:
“jamás se suicidaron tantos escritores en tan poco tiempo”.
Y después, se aporta la extensa Cronología del suicidio literario y filosófico y los apéndices, el Modus Moriendi al que me refería antes, y una amplia bibliografía que va precedida de las clasificaciones suicidas que estableció el filósofo francés Émile Durkheim en su obra El suicidio. Estudio de sociología, publicado en 1897, y que fue en su momento el primer estudio serio y con datos sobre el asunto. De hecho, Toni Montesinos escribe El gran impaciente con la mirada siempre puesta en la maestría del filósofo francés, que utiliza como gran referencia.
Además, para terminar, nos ofrece una extracto del libro Le suicidiologe, de Françoise de Negroni y Corinne Moncel, que establecen diez categorías de suicidas: por tedio, por enfermedad incurable, por melancolía o depresión, de forma impulsiva, como sacrificio o protesta reivindicativa, por honor, sin una causa aparente, cuando la justicia permite al condenado que se quite la vida antes de ejecutarlo, el suicidio como huida para evitar el asesinato o la tortura, y el suicidio dudoso que se confunde con el accidente.
Esta lista puede compararse con la ofrecida por Durkheim: el suicidio maniático producido por alucinaciones o delirios, el suicidio melancólico, el obsesivo, el impulsivo o automático, el egoísta, el altruista y el anómico. Este último es el suicido de nuestra era, producto de grandes crisis que rompen la falsa estabilidad en la que creemos, cuando el individuo es incapaz de adaptarse a las nuevas circunstancias. Un ejemplo característico de nuestra sociedad moderna.
Durkheim y Toni Montesinos, dos estudiosos sobre el suicidio:
Toni Montesinos ha logrado, con esta nueva entrega sobre el suicido, aproximarnos un poco más al misterio y al tabú de uno de los actos que más pueden conmocionar a nuestra sociedad del siglo XXI y, a la par, no perder la perspectiva histórica y, ni mucho menos, la literaria, que al fin y al cabo es lo que a nosotros nos interesa. De hecho, ese título, El gran impaciente, hace referencia a las últimas palabras de Stefan Zweig en su carta de despedida:
“Yo, demasiado impaciente, me marcho antes”.
El viaje por todos esos ilustres suicidas lo detiene Montesinos en el 12 de septiembre de 2008, cuando se produjo una de las mayores desgracias literarias que hayan ocurrido en el siglo XXI: David Foster Wallace, el escritor norteamericano, se ahorca en el patio de su casa a los 46 años. Nos dejó una obra extraordinaria y una novela insuperable, La broma infinita (Random House).
Como todos los suicidas que aparecen en el trabajo de Montesinos, era mucho más lo que todavía se podía esperar, creativamente hablando, de Foster Wallace, por lo que todos estos filósofos y escritores que tanto prometían, y que con su impaciencia se marcharon demasiado pronto, hirieron casi de muerte a la literatura, dejándola repleta de cicatrices tristísimas y acrecentando, así, la enorme magnitud de sus dramas.
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