Hoy vengo a saldar un compromiso en esta columna de El Odradek de los viernes. Desde hace tiempo sé que tengo pendiente reseñar para Achtung! un libro que, por circunstancias, no había tenido tiempo. Estoy hablando de Gilda en los Andes (Berenice), la novela de Fernando Marañón. Y quiero hacerlo por varios motivos: en primer lugar porque el libro, aparecido en el pasado 2017, está muy cercano a su posible desaparición comercial víctima de las estúpidas leyes editoriales, que nos obligaran a remover cielo y tierra si queremos encontrarlo. En segundo lugar, porque creo que es una novela que merece mucho la pena, en especial en estos días de infamia que corren, cuando una instagramer o influencer —el colmo de la mamarrachada, que también podemos calificarla así— acaba de publicar un libro de prosa poética que no es ni de prosa ni de poesía, sino de lugares comunes adobados con ego; esto me ha llevado a recordar la novela de Fernando Marañón, una buena forma de hablar de literatura de verdad, de la que esconde oficio y ganas, evitando darle publicidad con una crítica negativa a la famosita de turno emborrachada de su presunta genialidad. No se merece ni espacio ni tiempo, ni que hablemos más de ella ni de sus miserias.
Por tanto, sí que merece la pena que os hable hoy, en El Odradek, de Gilda en los Andes, de Fernando Marañón, una novela negra cinematográfica —porque habla mucho y bien de cine, no porque su escritura recuerde al cine—. En su momento, ya seleccioné esta Gilda en los Andes como la novela del mes de junio para el sitio Mi Nueva Edad. Puedes leer mi recomendación aquí:
https://www.minuevaedad.com/actualidad/2017/5/31/el-libro-del-mes-gilda-en-los-andes/
En efecto, es así, una novela negra cinematográfica. Generalmente, adjuntarle el adjetivo cinematográfico a un texto es un componente negativo. Significa que la novela está, o puede estar escrita, con velocidad y descuido, primando la acción sobre la descripción y la atención a los detalles. En esto, la novela de Fernando Marañón es distinta. Es cinematográfica porque en ella se habla de cine, se respira cine, porque la trama gira en torno al cine, incluso sobre unas latas de una misteriosa película que guarda un secreto capaz de desestabilizar hasta a una monarquía.
Evidentemente, todo ello es producto del amor por el cine que tiene su autor, un amor que ha transformado en maestría, con unos conocimientos que hace ya mucho tiempo que lo convirtieron en un crítico especializado y reputado —lean su libro Tiene delito en la editorial Nowtilus, un guía de cine y un repaso interesantísimo a los elementos que conforman una de sus mayores pasiones—; y eso se nota en la novela Gilda en los Andes. Vaya que se nota.
Fernando Marañón pertenece al grupito de escritores que hoy y ahora denomino, por vez primera, como Generación Austral, esa que nos aglutinó en derredor de las aulas de la EGB del madrileño colegio otrora llamado, algo ampulosamente, Neil Armstrong, que ahora es el Altair.
He pensado mucho sobre este asunto: una clase en donde Fernando Marañón, Bruno Galindo, Regino Quirós y yo mismo, hemos escrito y publicado bastantes libros, ensayos, poemarios, novelas, y en donde además otros compañeros han terminado haciendo de las letras, bien como profesores de literatura o como bibliotecarios, su forma de vida. Un grupo que, aunque separado por el tiempo, siempre ha seguido manteniendo contacto, y cuyos miembros nos caracterizamos por algunas coincidencias llamativas.
Para ninguno de nosotros la literatura es nuestra forma de vida económica, simplemente porque no nos da para comer, pero sin embargo es una de nuestras más fuertes vocaciones. Además, ejercemos como críticos, ya sea cinematográficos, musicales, literarios…, pero unimos al piojo de la creación la garrapata de la crítica, lo que irrita a más de uno que no tiene costumbre de rascarse. Amamos la literatura de calidad, nos produce alergia el Best seller, y sabemos que en el interior de un buen libro se esconde una verdad literaria que puede cambiarnos la vida.
Sobre este misterioso fenómeno literario que se alumbró en las clases del Neil Armstrong, de los libros que hemos escrito sus componentes, ya he hablado en este artículo:
https://achtungmag.com/buscando-al-juan-mairena-del-siglo-xxi-salve-las-humanidades/
Así que había pensado en bautizar a este grupo como Generación Armstrong, pero eso sonaba a dopaje, o tal vez como Generación Prieto (por nuestro profesor de literatura), pero eso resultaba algo “extraño”, por no decir otra cosa; tal vez Generación Apolo, por lo del cohete que llevo a Neil hasta la Luna, pero qué quieren que les diga, tampoco terminaba de convencerme, además de que me imaginaba unidos bajo ese nombre a un grupo de escritores vestidos con toga griega y sandalias, con lo que aborrezco yo las sandalias.
Incluso podría habernos llamado Generación Millás, o Generación Papel Mojado, dado que en un pasado muy remoto se nos proporcionó a unos cuantos niños un ejemplar de aquel aborto de novela titulada así, Papel Mojado, para que la leyéramos y después nos reuniéramos con su autor, Juan José Millás. Esa reunión con el escritor —era su cuarta novela y por entonces todavía era un proto escritor— nos marcó mucho a algunos.
Años después, con motivo de la publicación de mi primera novela, le escribí una carta muy cariñosa recordándole aquello, pero Millás tendría otras cosas que hacer y su respuesta fue el silencio odioso de los escritorcitos instalados en el empachoso Olimpo de su egocentrismo. Por eso he descartado darle a nuestra Generación cualquier nombre asociado a este tipo: sería demasiado honor para quien, además, ha hecho del aburrimiento la principal enseña de su novelística. Y sí, ya sé que he contado esta historia antes, que me repito, pero es necesario que se me entienda: todavía me duele, con ese daño que hacen las cosas ocurridas en la más tierna infancia, y cuando uno piensa que alguien no puede resultar un borde y, ¡zas!, resulta que lo es.
Finalmente, esta Generación alumbrada entre las tizas y las pizarras del colegio ubicado en la madrileña calle de Joaquín Bau, es la Generación Austral. ¿Por qué? Por varios motivos: todos orbitan (como el cohete de Neil Armstrong) alrededor de la colección Austral, prestigiosa como pocas, editada por Espasa Calpe —de cuando esta editorial se dedicaba a publicar Literatura de verdad, aunque sus hojas se desencolaban con facilidad, en esos hipnóticos volúmenes por colores en función de la materia: ensayo, novela, poesía, historia…, porque Espasa, antes de prestar su atención a penosos instagramers de prosa zafia y peores modales, creía en Juan Ramón Jiménez, Descartes, o en la picaresca…, y ya digo, todo eso antes de venderse al capitalismo literario más urticante—.
En casa de Fernando Marañón había una estantería con muchísimos volúmenes de la colección Austral (además de la primera época, de la original, que era un compendio del saber y de las humanidades, una miscelánea de obras fundamentales y variopintas, desde Baroja hasta Moliere, pasando por Pereda, Cervantes, Azorín, Larra, Plutarco, Tácito, Darío, incluso biografías de Velázquez o Colón en un arcoíris de títulos fascinante).
Recuerdo sentarme en un sillón que Fernando tenía justo enfrente de esa estantería y perder la vista, ensimismado, con la lectura de los títulos escritos en los lomos de aquellos volúmenes. Además, en los años de la EGB, en el colegio, la incipiente biblioteca que se estaba formando en el despacho del director se conformaba en buena parte con libros de Austral que nos permitía (a unos pocos privilegiados) tomar para llevar a casa (y confieso que tengo todavía alguno que no devolví).
Esos libros cimentaron nuestro amor por las letras en aquellos momentos y todos guardamos el recuerdo de haber leído el volumen negro del Viaje a la Alcarria de Cela, el gris de Descartes o el amarillo de Santa Teresa de Jesús.
Por eso, Gilda en los Andes es producto del espíritu de esta Generación Austral, que ha desarrollado su amor por las artes —Fernando Marañón es un excelente dibujante— y las letras, entendidas como una forma de crecimiento personal, de alimento del alma, de progreso y humanismo, de Gran Literatura, al fin y al cabo.
La novela de Fernando Marañón es una novela negra, que se mueve por los caminos de ese género, pero presentando algunas formulaciones diferentes. En primer lugar, la originalísima plantilla de personajes protagonistas y secundarios que, aquejados de ese mal del perdedor que estigmatiza al héroe del género negro, aportan su españolismo, es decir, los comportamientos propios de esta tierra nuestra tan peculiar.
Todos aquellos que desfilan por las páginas de la novela son antihéroes baqueteados por la vida y cada uno busca el consuelo en algún lugar: en la pasión por el cine, en quimeras de imposible salvación o en la barra del bar. Así somos los españoles.
Fernando Marañón ama la literatura y quiere mucho a sus lectores. Eso se nota en la novela. Primero, porque no tiene problema a la hora de levantar una ficción de largo recorrido (más de 400 páginas), de esas que las editoriales rechazan argumentando que son demasiado extensas cuando después publican mamotretos de cientos de páginas de los consagradillos de turno y que no albergan ni una sola línea de literatura en su interior.
Gilda en los Andes pone en pie una arquitectura literaria muy bien trabajada. Mucho más que entretenida: es divertida: Divertida, sí, pero con un poso amargo que hace que la novela adquiera un relieve muy particular. El autor ha entendido muy bien cómo debe tratar los códigos de la novela negra, de la novela de espías y asesinos, llevándosela, después, a su terreno.
Su terreno es el cine y son los soñadores que todavía creen en el arte que se alberga en el corazón de una buena película, aunque la industria comercial de Hollywood se haya encargado de vaciar de calidad cualquier intento artístico y la factoría española lo haya revestido de mal gusto, humor grueso, banalidades y reivindicaciones buenistas.
Hay un lugar en donde el cine existe, todavía, y en Gilda en los Andes tiene uno de sus hábitats. Y si en la novela hay un personaje que encarna ese toque de fascinación y amargura que posee el celuloide (cierto, como un gin tonic) es el protagonista Antonio Requena. Personaje híbrido, porque es una mezcla de looser cinematográfico y de un perdedor literario, que atrae sobre sí la acción más notable y los desengaños más gordos, pero que continúa adelante con la creencia de poder salvar su sueño: la Filmoteca de Cádiz.
Fernando Marañón nos tiene acostumbrados a trabajar con maestría ese tono neblinoso que se mueve entre lo agridulce, que no lo tragicómico. Me explico: por dura que sea la situación para sus personajes, siempre brilla en el fondo un comentario mordaz, una reflexión inteligente que proporciona esperanza. Y al revés: por feliz u optimista que sea el momento, siempre aparecerá una sombra de tristeza, casi existencial, inherente a quienes están hechos más de celuloide que de piel y huesos, o en este caso de papel y tinta.
De forma que los textos de Fernando Marañón y los personajes que aparecen en ellos saben que no toda felicidad es posible, pero que no toda desgracia ahoga. Y por ello, se amarran a un comportamiento preventivo en donde siempre están dispuestos a toparse con lo peor, pero aguardando ese milagro final que aparece en muchas películas y que posibilita un happy end.
En su obra anterior, Circo de fieras (Aache ediciones), un libro sorprendente que reflexiona sobre el mundo del circo (es decir, sobre la vida) en clave de relatos de un humor muchas veces surrealista y descarnado, ya nos mostraba esta capacidad que recorre y caracteriza a Gilda en los Andes. Y que la convierte en la novela que es: la proyección de la película interior de los anhelos que muchos llevamos dentro y que, de repente, se interrumpe, quemado ese fotograma de ilusiones, destrozando la imagen en la pantalla de nuestras quimeras.
Novela de amargura, desde luego, pero sustentada con una trama de asesinos y espías, trasladada con gran fuerza y acierto desde Andalucía a Tromsø, en el Ártico, donde todos van persiguiendo unas misteriosas latas de película, incluso un director de cine danés que no es Lars Von Trier, aunque todo el mundo esperaría que lo fuera (quizás incluso él mismo lo desea), y que proporciona cierto contrapunto no ya cómico, sino grotesco, y una reflexión sobre todas esas cosas que de tanto tomarse en serio acaban resultando casi ridículas.
Novela de personajes, porque algunos de los que aparecen aquí se merecen volver a hacerlo en una próxima novela, novela de lugares (el cine, los bares, el Ártico) y novela de guiños para cinéfilos: de Buñuel a Dogma 95, pasando por Gilda y 55 días en Pekín, por ejemplo y entre otros muchos.
Pero, sin duda, la fortaleza de esta novela radica en su estructura y a mí eso es lo que me gusta. Creo que un buen novelista debe confeccionar tapices, elevar edificios, incluso laberintos con fichas de dominó y pagodas de naipes, dado que la misión fundamental del escritor es crear mundos. Fernando Marañón se muestra muy sólido en este asunto, con una obra en donde sus piezas encajan, no se resienten, y además se aviva con un ritmo en ocasiones casi vertiginoso.
No es algo sencillo lo que comento. Cuando se rodó El sueño eterno, el escritor William Faulkner se encargó de adaptar al guion la novela de Raymond Chandler. Pero en un momento determinado ni Faulkner ni el director Howard Hawks sabían, por lo enrevesado de la trama, quién era el asesino del chofer Owen Taylor. Le preguntaron directamente a Chandler, y ni él mismo era capaz de aclararlo. Se les había extraviado un muerto y un asesino.
En Gilda en los Andes cada cosa está en su sitio. Los muertos donde deben, los asesinos también, y los vivos persiguiendo y traspapelando algunos de sus sueños, pero aferrándose a otros como si la vida fuera una sesión continua de cine de barrio, esa que encadenaba películas, una tras otra, con la seguridad que proporcionaba la oscuridad y la certeza de que solo existía un futuro si en él se tenían puestas las ilusiones.
Por todo ello, esta novela de Fernando Marañón fue una de las noticias literarias notables de aquel 2017. Un texto importante que todavía estamos a tiempo de encontrar en las librerías, o de pedirlo, antes de que sea demasiado tarde y caiga sobre él ese injusto The End que imponen las librerías prisioneras de las mesas de novedades y rehenes del estúpido capitalismo literario.
¡Larga vida a la Generación Austral!
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