Algo me llama poderosamente la atención de los comentarios de quienes han leído la novela de Mircea Cărtărescu, El ala izquierda, Cegador, I, publicada por Impedimenta. La mayoría, lectores que mantienen blogs, la gente del Instagram literario, ciertos sectores de la crítica, coinciden en dos cosas: el libro, más que el libro la manera de escribir del rumano, es extraordinaria, y no han entendido muy bien, algunos insisten en que no han comprendido nada, de lo que dice. No deja de ser curioso que, a pesar de no vislumbrar lo que Cărtărescu nos quiere decir —como cegados por el descomunal entramado de Cegador, I— reconozcan, aun así, la infinita calidad literaria que atesora el libro y además, que de entre una prosa anclada en unos recursos complejísimos, eso hay que reconocerlo, tales como el onirismo, lo que denomino el estilo gore-lírico, junto a una especie de literatura patológica, y otros aspectos que iré comentando, no hayan conseguido extraer el motivo o motivos principales que nutren Cegador, I. De todo esto os hablo hoy, todavía hechizado e hipnotizado por el influjo de las palabras del rumano, en este Odradek de los viernes de Achtung!
Vaya por delante una cosa: no puedo decidirme, aún, y manifestar que Cegador, I es la obra maestra de Cărtărescu, aunque lo sospecho. Y no puedo hacerlo porque el peso de Solenoide es aplastante y porque Cegador, I es una parte incompleta que conforma una trilogía.
En Cegador, I hay momentos superiores a Solenoide, algo que jamás hubiera podido creer, como por ejemplo ese capítulo extraordinario que narra la lucha entre las fuerzas del bien y del mal en un pueblo perdido y que significa el origen de la familia del protagonista, Mircea, o los acontecimientos acaecidos en Nueva Orleans, o los sucesos del ascensor, o la semana de estancia del protagonista en la guardería…, pero necesito completar la lectura del tríptico para afirmar mi veredicto, que de momento dejo levemente en el aire. Insto a Impedimenta para que se den prisa, se lo ruego de rodillas, lo imploro, y que nos traigan lo antes posible los dos volúmenes que faltan.
Porque seamos sinceros y claros: desde alguna novela de Kadaré simplemente imposible de repetir (El accidente, por ejemplo, o Spiritus, ambas en Alianza Editorial), o el Austerlitz de Sebald (en Anagrama), yo no había leído nada como esto en un autor europeo. Y cuando digo esto me refiero a Solenoide y Cegador, I. De Solenoide, que fue nuestro libro del año pasado aquí en Achtung!, os dejo el enlace a la crítica que hice:
https://achtungmag.com/solenoide-de-mircea-c%d3%91rt%d3%91rescu-libro-del-ano-2018-para-achtung/
Y cuando digo que no he leído en un autor europeo, salvo Kadaré y Sebald, nada como Cegador, I en muchísimo tiempo, me estoy refiriendo a una complejidad que es producto de un entrelazamiento narrativo que podría definir como cuántico, además de fractálico. Porque en Cegador, I todo tiene relación con todo, unas partes se refieren a otras, desde lo micro a lo macro, y la función metaliteraria es tan abrumadoramente abismal que todo el libro se convierte en un cono de succión, en un agujero negro que envuelve al lector hasta desorientarlo por completo (bendita desorientación, por cierto), y expulsarlo después en la página final tras haber atravesado por un continuo de literatura fascinante y conmovedora.
Un continuo de literatura, me parece una expresión que define muy bien este primer volumen de Cegador, dado que siempre literaturiza lo mismo, lo haga el autor de una forma o de otra, da igual, Cărtărescu nos habla de los mismos asuntos, pero los presenta de tantas y tan diferentes formas —que además sufren mutaciones y sub mutaciones—, que su lectura es como formar parte de una gloriosa secta, en este caso la secta de los lectores que intentan comprender las claves del rumano.
Parece, como decía más arriba, que mucha gente no termina de entender las claves de esta primera entrega del tríptico. Es lógico, la estructura y la escritura del libro no ayudan, no por su complejidad, que también —es un texto difícil—, sino porque la estructura de este volumen, entiendo, deberá complementarse con los otros próximos dos libros.
Cegador, I se presenta como una trilogía que reproduce las partes de una mariposa. De manera que el primer volumen sería el ala ubicada en el lado izquierdo del lepidóptero. Este lado se divide en tres partes, y cada parte en capítulos. Los capítulos se conectan internamente entre ellos, algunas historias que empiezan en un capítulo reaparecen más tarde, otras no, pero todo acaba formado ese continuo de literatura, espacio y tiempo.
Por lo tanto, no estamos ante una novela, aunque a primera vista nos pueda parecerlo, sino ante la reproducción de una galaxia literaria, con sus capítulos que son como supernovas fulgurantes, sus agujeros de gusano que conectan partes del principio con partes del final, con alteraciones espacio-temporales, con una reproducción en papel y repleta de letras, del principio del Universo.
Cegador, I es un ejemplo de lo que califico como Big Bang narrativo (igual que sucede en las dos novelas de Kadaré que mencioné antes, Spiritus y El accidente), en donde el conglomerado de los materiales que el rumano coloca sobre el escritorio, ultra concentrados, comprimidos, estallan para extenderse a lo largo de 422 páginas que conforman una primera constelación. Después, vendrán las otras dos galaxias, esos dos volúmenes que restan y que espero se relacionen entre ellos por túneles narrativos como sucede en este libro en más de una ocasión, al estilo, por ejemplo, del entrelazamiento cuántico.
Califiqué a Solenoide como un libro escrito con un tipo de realismo mágico que denominé realismo mágico de Muntenia, pero en esta ocasión me veo obligado a cambiar el término, porque Cegador, I se sostiene sobre una concepción literaria de gore-lírico, ayudado por lo que llamo, también, literatura patológica (en similitud con esa anatomía patológica médica que se ocupa del estudio de biopsias, muestras tumorales, autopsias…).
El estilo gore-lírico que pone en marcha Cărtărescu se cimenta en la continua aparición de ambientes sórdidos, tanto externos como internos. En los externos siempre encontramos esa Bucarest herrumbrosa y decadente, plagada de lugares angustiosos, abandonados, derruidos, subterráneos, con pasillos interminables, con cúpulas enormes y agorafóbicas, cristalinas y opacas en su cegadora luminiscencia, con pasajes inquietantes, hospitales terroríficos, salas de disección equipadas con herramientas y ganchos y escalpelos inquisitoriales y de tortura, junto a salas infantiles pavorosas, que además están sujetas a un tiempo alterado, inhumano e irreal.
Lo gore, se concreta en la multitud de enfermos deformes, en la aparición de tumores, lesiones cutáneas, enfermedades incurables, enanos y jorobados, pacientes aquejados de males que los deforman grotescamente, una parada de los freaks que sufre incluso Mircea, el protagonista, aquejado de una especie de hemiplejia que le deforma el rostro.
Y también aparecen los ciegos, porque aquí la ceguera es un acceso al conocimiento, reflejada en el masajista que trata al muchacho Mircea de su parálisis facial, por ejemplo, y que al estilo de Ernesto Sabato forma parte de un grupo de elegidos que previamente lo cegó de una manera brutal y medieval. Aunque no lo olvidemos, el masajista fue cegado, precisamente, cuando accedió al conocimiento del origen de la creación.
Aquí, acabo de mencionar dos de los temas fundamentales del libro: el acceso al conocimiento y el misterio de la creación. Ya sea la creación del ser humano, ya sea la creación literaria. La literatura es, para Cărtărescu, la puesta en marcha de mundos con personajes que se saben precisamente eso, personajes, escritos por un ser superior. Esto es lo que tratan de comprender los protagonistas de Cegador, I.
Los personajes del libro habitan esa galaxia-libro, ¿pero quién los ha creado? Es evidente, un autor. Y desde ese mundo microscópico de la prosa se abre toda una reflexión que se dirige al macrocosmos que habitamos en nuestra realidad: nosotros soñamos y escribimos un texto sobre unos personajes que, así, toman vida, pero a nosotros nos está escribiendo un Dios superior, que está siendo escrito por otra deidad que, a su vez, y en el continuo de literatura y creación, está siendo escrito por otro Dios, y ese por otro, y por otro…, en una puesta en abismo ascendente que alcanza el infinito.
Tratar de comprender este misterio constituye el peregrinaje principal de los personajes del libro, una idea unamuniana, si se quiere, pero que mezclada con la concepción macro cósmica alcanza mucho más allá que la novela Niebla (Cátedra) del bilbaíno. El vasco nos presentó a un personaje que visitaba a su autor para quejarse porque no quería morir, y el escritor iba a matarlo de una indigestión. Cărtărescu no presenta a un personaje luchando contra su destino literario, sino a todo un mundo, un Universo complejo que se desparrama más allá de las páginas que lo contienen, más lejos del propio libro, toda una humanidad de personajes que va a la búsqueda de encontrar y reconocer a su autor.
En Cegador, I, no se trata de esos Seis personajes en busca de autor (Alianza Editorial) pirandellianos, el problema de comprender la existencia y tratar de encontrar a un creador válido es el de toda una humanidad de millones de seres y de lugares conformados de palabras. Conseguirlo, es obtener el conocimiento, destapar los misterios, hallar, finalmente, la verdadera almendra de la creación.
Y esa almendra central, o huevo cósmico, dado que Cegador, I reproduce el Universo a escala micro, consiste en desvelar los enigmas del nacimiento, porque solo en el origen se encuentra el Dios conformador de todo. Y si hablamos de creación, es imposible obviar a la madre, ella es el núcleo, la persona que nos ha traído al mundo. Por eso, gran parte de Cegador, I se centra en el personaje de la madre de Cărtărescu, aproximándose con ello a una especie de autobiografía psicodélica cargada de momentos simbólicos reflejados con una lírica muy peculiar.
La madre, por tanto, es otro de los temas que trata la novela, pero una madre vista como ese motor primigenio, entendida como una incógnita, como un misterio eleusino, como una Deméter nutricia que nos da la vida y luego nos sigue alimentado, protectora y vivificadora. Pero como dadora de vida, la madre lleva aparejada la muerte con ella, y es también una Perséfone, una Proserpina. Obviamente, la madre del autor se identifica con la tarea creativa del escritor, que otorga y quita la vida de los personajes que construye, de modo que el escritor es una especie, también, de amable Deméter y de cruel asesino que domina el mundo de los muertos, como Proserpina.
La autoría, la idea de creación literaria dadora de existencia y aniquilación, la reflexión metaliteraria que este concepto acarrea, es el planeta sobre el cual se construye y orbita Cegador, I.
Así que hemos profundizado, limado, retirado la carne y dejado el hueso literario de la obra al descubierto para comprender de qué materias se compone. Hemos llevado a cabo un trabajo de anatomía patológica literaria, hasta adentrarnos en las mismas hélices de ADN de la novela para concluir que sus temas determinantes son la creación literaria entendida como la construcción de un Universo, la búsqueda de identidad de los personajes extrapolable a nuestra propia identidad, la comprensión del autor como una madre y, a la vez, como un habitante de un inframundo en donde juguetea con la vida y con la muerte. Ese es el misterio que necesitamos alcanzar y decodificar.
Cărtărescu, en su lucidez, sabe que la mejor forma para descifrar estos misterios es mediante el vehículo de los sueños, algo muy presente en su obra y que, como ya he comentado en otros artículos sobre el rumano, bebe de una tradición literaria de las letras rumanas de finales de los años 60, cuando se empleó esta técnica, llamada onirismo, para tratar de burlar al control estatal escribiendo en un lenguaje literario que pusiera las cosas difíciles a los censores.
Los sueños, igual que la presencia de los insectos, y en concreto de las mariposas, son formas de conectar las narraciones que componen la novela; ejercen como puertas de acceso a otras dimensiones que, a su vez, explican diferentes cuadros narrativos que se nos han planteado. Los insectos, por supuesto, forman parte del gore-lírico, y muchas veces se insertan en escenas terroríficas que, gracias al imaginario sensorial del rumano, se atenúan con descripciones poéticas sorprendentes.
Todo, en Cegador I, y al igual que en Solenoide, resulta sorprendente. Por eso afirmaba no haber leído prácticamente nada así, nada igual, siendo Cărtărescu, además, un autor que no quiere hacer ciencia ficción, ni literatura de terror —de hecho, se encuentra a años luz de esa intención—, pero que se nutre de estos géneros dándoles un toque tan personal que los desfigura. Al leer las páginas de Cegador, I no se tiene en absoluto la sensación de estar leyendo algo pavoroso, aunque no puedo evitar encontrar similitudes entre el rumano y el horror cósmico lovecraftiano que, sin embargo, no se me aparecen durante la lectura, sino tras una posterior reflexión.
Alcanzamos, así, el meollo del asunto, la clave definitiva de Cegador, I: los personajes, todo ese Universo en busca de su autor, lo acaban encontrando. Es más, se produce una anagnórisis en el pasaje del masajista ciego, que reconoce al joven Mircea como su futuro autor, porque en esto radica el mayor retruécano, o salto, o vuelta de tuerca de la novela. Los personajes no es que busquen a su autor, lo que hacen es crear al autor que luego los escribirá. Y Cegador, I se detiene en el mismo instante en que Mircea ha sido alumbrado al mundo literario y conformado como escritor.
Mircea, como autor, nace de un huevo cósmico que previamente necesita de un sacrificio ritual, en una decena de páginas finales alucinógenas, pero que están describiendo lo que sería el Big Bang del Universo de los personajes cartaresianos. Es el golpe de gracia al volumen: en un instante cuántico que va más allá de toda concepción lógica del tiempo y del espacio, serán los personajes quienes alumbren al escritor que los escribirá, ungido ahora con esa luz del conocimiento, porque ya ha entendido, una luz cegadora que ilumina todos sus chacras y brilla como un diamante de luz sobre su cabeza, igual que la corona aureolada de los santos o del mismísimo Dios.
Cărtărescu ha entendido, en efecto. Está en posesión del conocimiento que lo llevará a escribir Cegador, I y el resto de los volúmenes, y toda su obra. Hemos asistido a un doble nacimiento del escritor: desde el interior de su madre, y desde sus propios personajes.
Y todo esto, sumamente complejo, esta literatura de alto voltaje, no sería posible sin un elemento crucial para nosotros, los lectores españoles: el descomunal trabajo de traducción llevado a cabo por Marian Ochoa de Eribe, que resuelve la complicación de este Universo poniéndolo en palabras que reflejan la enorme carga de talento del rumano, con toda su fuerza y su potencia, su lirismo, su gore, sus descripciones médicas y entomológicas, con un grado de maestría ante el cual solo resta terminar aquí esta crítica como homenaje a la traductora de Cegador, I; traductora que se ha metamorfoseado en el propio Cărtărescu como en su momento (y qué suerte tenemos los españoles en estos casos) Ramón Sánchez Lizarralde fue Kadaré o Miguel Sáenz se transformó en Thomas Bernhard, Sebald o en Günter Grass.
Toda la obra que Impedimenta ha publicado de Cărtărescu lleva el sello de Marian Ochoa de Eribe, y solo podemos congratularnos por ello. Por eso, porque necesito reconocerlo urgentemente, hoy acabo la columna mencionándola a ella, porque de su trabajo se desprende este Cărtărescu y este Cegador, I, tan magistrales como ilimitados.
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