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Por A.C | Ilustración Daniel M. Vega

Llevo unos días durmiendo en casa de Alberto. Ahora mismo escribo desde su cama, ayer acabé trayéndome el portátil y mi cepillo de dientes. Llevo dos semanas sin follar con nadie más. Sonará a poco, pero este es mi récord personal.

¿Marta? Pienso menos en ella. Me ha mandado algún whatsapp, paso de contestar. Sus mensajes son o bien amargos o, aún peor, falsamente alegres. No puedo dar tantos bandazos, no quiero andar engañando más. Sobre todo a mí mismo.

Me gusta mucho mirar a Alberto mientras duerme. Durante la noche lanza sus brazos por encima de la cabeza y acaba durmiendo boca arriba, a pecho descubierto, no acurrucado como yo, como todo el mundo. Da la impresión de tener paz, de no tener miedo a nada ni nadie. Además, es una posición  perfecta para ‘atacarle’ a besitos en la mejilla, los labios, el cuello… Le cuesta mucho despertar, puedo tirarme así un buen rato hasta que abre los ojos o dice algo.

Me siento bien en este apartamento. Siempre he abominado eso de ‘jugar a las casitas’, pero para mí esto es otra cosa. No es que piense que vaya a envejecer a su lado ni nada por el estilo, no creo en esas cosas. Sin embargo, nunca había sentido esto de quedarme a dormir o comer juntos como algo tan natural. Me apetece, y trato de no darle más vueltas. Yo, que todo lo paso por el puto filtro de la razón.

Me estoy poniendo cachondo. Alberto y yo dormimos sin ropa, y hace tanto calor estos días que la sábana acaba enrollada a los pies de la cama. Aquí le tengo totalmente desnudo, empalmadísimo, y creo que voy a dejar de escribir porque todo lo que quiero es meterme su polla en la boca y comérsela hasta el final. El sexo con hambre es salvaje, y con Alberto es el mejor que jamás he tenido.

No, no me he resistido. Ahora escucho el sonido de la ducha, del agua deslizándose sobre la piel de Alberto, su vello, su cuerpo entero. Sigo con hambre, con sed, bebería toda esa agua con su sabor.

Acabo de masturbarme, no he tardado ni un minuto en correrme. Menos mal que aquí sigue el rollo de papel de cocina y la bola arrugada se confunde con las que aún andan por el suelo de ayer noche. Sé que Alberto tiene que desayunar algo antes de marcharse al curro. Aunque ha insistido en devolverme el ‘favor’, le he dicho que corriera a ducharse, que iba a llegar tarde. La verdad es que pensaba que no necesitaba correrme. Ahora me siento algo culpable, espero que no se dé cuenta.

Ha pasado media hora desde lo último que escribí. Alberto ya se ha marchado, me ha dicho que no tenga prisa en volver a casa, que me quede cuanto quiera. Ahora andará pillando el metro, leyendo la novela que le regalé el otro día. Seguro que algún tío le estará mirando, Alberto tiene ese algo que tira tanto a los veinteañeros. Es maduro, pero como si no lo fuera. Y guapo. Y está bueno. No sé qué me pasa con él.

No me conozco demasiado, a esa conclusión he llegado últimamente, pero sí lo suficiente para saber que esta locura pasará. Y es una putada que se me pase, al final la vida es volver a un mismo punto una y otra vez. Es como si nos emocionara más la búsqueda que el hallazgo. Lo odio, odio no poder permanecer como ahora que sigo a Alberto con mi mirada imaginaria, que le echo de menos, que me pone cachondo en ese vagón de metro donde mis ojos se clavan en cada centímetro de su cuerpo, y me aproximo a él y le rozo como sin querer con la mano en la pierna. Y me mira, y sé que le pongo y que me quiere tener en su cama y no dejarme marchar.

Poder comenzar cada día, a su lado.

} continuará

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