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Y entonces volaron de Juan Laborda Barceló, y publicada por Huso, es una novela introspectiva, delicada, con un lirismo profundo que parte de las emociones provocadas por el recuerdo. La evocación del protagonista lo lleva a reflexionar sobre cuestiones cruciales a la hora enfrentarse a la vida: la historia familiar, el primer amor, el suicidio y la muerte, la enseñanza…, junto al anhelo de convertirse en escritor. Mezcla de relato autoficcional y de aprendizaje, es la historia de la conformación de una personalidad, de cómo inciden los elementos externos en ella, y de las pasiones que la consolidan.

Indudablemente, con Y entonces volaron, estamos ante un trabajo de la memoria, pero también ante una despliegue ficcional, que mezcla ambas cuestiones con una pasión controlada, con la calma de una prosa contenida por la emoción que por momentos recuerda a Gabriel Miró. Podría decirse que la novela se abre a un género: la autoficción lírica.

A este respecto, cabe preguntarse qué porciones de lo narrado se corresponden con aspectos biográficos del autor, incluido en la novela con su nombre y su profesión real, y cuáles son producto de lo ficticio. Este es el desafío, y también la polémica, que presentan los llamados géneros híbridos. Quienes me conocen ya saben muy bien lo que opino al respecto: biografía, autobiografía, memorias y diarios se corresponden con ficciones narrativas. Por tanto, sin importar lo gruesos que sean los pedazos de vivencias reales vertidas en el texto, estamos ante una novela.

Antes, me he referido a una autoficción lírica, que por momentos nos recuerda a Miró, a la manera de escribir del alicantino; con ello creo más que aclarados los aspectos líricos que caracterizan el estilo de Barceló en este brillante trabajo. Sin embargo, el tema autoficcional parece preocupar al autor tanto como a mí, dado que en el interior del texto se nos regalan varias reflexiones acerca del género —con lo que además de autoficción lírica tenemos un aporte de metaficción— ya sea por boca del protagonista o por afirmaciones de amigos escritores o de profesores:

˂˂Considerar que únicamente la experiencia propia puede resultar suficiente para atrapar al lector resulta algo fatuo˃˃. La frase venía a abundar en el debate existente en nuestras letras sobre la autoficción”.

Semejante afirmación, puesta en voz de un amigo del protagonista, además ganador del premio Nadal —bien mirado, eso tampoco significa ya mucho—, pone de manifiesto el desconocimiento general, o la confusión, sobre el estudio de los géneros literarios y su teoría. La experiencia propia desplegada en la narración, como en el caso de Y entonces volaron, si está bien trabajada, es decir, alejada de la enfermedad del ego y del terrible name dropping que vengo denunciando desde hace tiempo, es tremendamente atractiva y mas que suficiente para atrapar no a un lector, sino a miles.

Gabriel Miró, cuya prosa lírica tiene eco en Y entonces volaron, de Juan Laborda Barceló y editada por Huso.

La novela de Barceló es humilde y comedida. En absoluto pretende considerar nada, no se nutre de un superego elefancíaco; el ilustre ganador del Nadal está en un error, toma por autoficción la enfermiza literatura del yo, y eso es algo muy distinto. Es fácil poner ejemplos de ambos asuntos, pero entonces un autor, o varios, saldrán escaldados. No soy amigo de polémicas que no conducen a nada, y menos de polémicas literarias (generalmente absurdas si se basan en criterios de gustos), pero en este caso creo necesario esclarecer un poco más el tema. Así que pondré algunos ejemplos y lo siento por los malparados.

Patrones magníficos, canónicos, de autoficción que además son obras maestras, los encontramos en las novelas del alemán W. G. Sebald, y por encima de todas sus obras en Austerlitz (Anagrama). Modelos de infamante literatura del yo hay muchos, pero solo me detendré en dos: El material humano del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa o El lugar de la estrella, del francés Modiano (ambas en Anagrama, también). Toca leerlas para apreciar las diferencias. Ya he dicho bastante.

Rodrigo Rey Rosa y Modiano, dos ejemplos de la peor literatura del yo:

Lo que me ha llamado un poco la atención es que el propio autor de esta novela magnifica, tal y como nos comentó en una reciente presentación vía Zoom, tampoco termina de tenerlo del todo claro. Entonces, mencionó como ejemplo de sobresaliente trabajo autoficcional las novelas de otro galo, Carrère (sí que lo son, desde luego, la mayoría), y la de un autor español que ha irrumpido con un texto de esos que deben ser un éxito a la fuerza, por narices, a base de presencia abrumadora gracias al poderío de la editorial (y no, no es autoficción, es de las peores clases de literatura del yo). Dentro de esos monumentos autoficcionales habría que añadir a dos genios franceses, Michel Houellebecq y Frédéric Beigbeder. Y no estoy tratando una cuestión de gusto, se trata de teoría del género literario. No admite matices. Es lo que hay.

Michel Houellebecq y Frédéric Beigbeder, dos gigantes de la autoficción:

Otro personaje de Y entonces volaron vuelve a confundir autoficción con literatura del yo, y su referencia traumática entronca directamente con esa novela a la que antes me he referido y cuyo autor no menciono. ¿Por qué? Puedo atizar críticamente y sin problemas a todo un premio Nobel como Modiano o a un personaje como Rodrigo Rey Rosa, les da igual, soportan todo tipo de azotes, pero no creo elegante machacar (y bien que podría, siempre desde el análisis narratológico, nunca desde el gusto meramente impresionista) a un escritor debutante. Para mí, la peor crítica posible es ignorarlo. Otros ya se ocupan de él y de elogiarlo. Así que vuelvo a la novela de Barceló, que es el gozoso tema que nos ocupa:

Otro buen amigo, como ya he comentado, llamaría ˂˂traumas˃˃ a este mismo principio sobre la no ficción. ˂˂Ya están los de los traumas sin resolver soltándolos en sus libros˃˃, casi puedo oírle”.

En cualquier caso, y para eso está la literatura, Barceló se ha iniciado en la autoficción también para descubrir los entresijos del género y aprender de él, algo que consigue con su novela porque es una persona modesta e inteligente; utiliza la literatura como crecimiento personal, no como empequeñecimiento de los demás, es decir, de sus lectores, odioso principio fundamental de los autores del yo.

Juan Laborda sabe muy bien lo que se hace cuando afirma en el texto:

Para la literatura no hay senda, ni camino ni futuro. Solo hay presente y letras, bien leídas, bien escritas”.

La autoficción no es, tampoco, escritura terapéutica, como otro personaje asegura; que este género es “una forma de lamerse las heridas” o “un catálogo de las aflicciones de sus autores”. Retornamos a la confusión genérica, y eso que tales afirmaciones vertidas en la novela son de un Catedrático de Literatura en una Universidad americana… La escritura terapéutica, el vómito curativo, a menudo envuelto en un monólogo interior o flujo de conciencia, no tiene nada que ver con la autoficción. Ejemplo: el norteamericano Henry Miller y Trópico de Cáncer (Cátedra).

Pero de lo que no cabe duda es que el autor, cuando escribe, se arranca verdades dolorosas propias aunque después las camufle en sus ficciones. Este “poso de verdad”, que se alberga en la Gran Literatura, la honesta —no hablamos de esa que copa las mesas de novedades de las grandes superficies—, hace mucho daño a los autores:

Duele, hay que reconocerlo, arrancar las letras”.

Siempre lo he afirmado, y me agrada ver que coincido con Juan Laborda: la literatura es dolor, por encima de todo. Y más adelante concluye que:

por eso está tan de moda la autoficción, por eso nos gusta ver la forma del tajo sangrante, por eso mismo escribo yo estas letras”.

Quizás por ello, por ese poso de verdad y ese dolor, el autor confecciona un repaso a las iniciaciones, las ilusiones y las decepciones que alimentan el espíritu humano, todo ello narrado de forma impecable:

Camuflado en una ficción bien construida, documentada con esmero, y con una prosa justa, también subyace el ˂˂yo˃˃ del escritor (…) Ahí estamos todos, siempre y cuando se escriba desde las tripas, tamizados entre los personajes, paisajes y vivencias”.

Y la cita que abre la novela nos pone sobre la pista de los materiales que trabajará Barceló: “No escribir nada que no rime conmigo”, extraída del Cyrano Bergerac (Alianza Editorial) del francés Edmond Rostand. Es decir, cebar la ficción con recuerdos de su vida como estudiante, profesor, historiador, cinéfilo, filólogo, autor, incluso como padre cunado nos habla del nacimiento de su hija, mezclándola con sucesos que no son ciertos, pero que podrían haberlo sido, sucesos que encajan (riman) con las otras piezas del puzle novelístico.

Juan Laborda Barceló, autor de la magnífica Y entonces volaron.

Os amplío más la visión de Juan Laborda, con enlace al análisis que escribí para Achtung! de su novela anterior, Paraíso imperfecto (editorial Alrevés), con otro sobre su ensayo histórico En guerra con los berberiscos (Turner) y, como colofón, una entrevista para nuestra Galería de Cronopios de Achtung!:

Juan Laborda y su novela Paraíso imperfecto: el genoma de la violencia

«En Guerra Con Los Berberiscos» de Juan Laborda: Mediterráneo a sangre y fuego

Juan Laborda Barceló, escritor: “La única esperanza del ser humano se alberga en sus emociones, en el encuentro con el otro”

Por tanto, el autor nos habla en Y entonces volaron de aquello que no fue, pero pudo haber sido de haber elegido un desvío, un giro a un lado concreto o haber perdido un vagón de metro. Entonces, la verdad sería otra bien distinta, esa que corretea paralela en otra dimensión. En efecto, como en la película Dos vidas en un instante, y la referencia la he traído por la pasión cinéfaga del autor, todo cambia si perdemos el metro y debemos esperar a otro convoy:

Lo no vivido también puede ser tremendamente cruel”.

Estoy hablando de cuántica, es obvio, de novela cuántica, pero es que el planteamiento autoficcional de la novela es sólidamente cuántico. El protagonista es un profesor que ha estudiado filología y suele llevar a sus alumnos al complejo de facultades con motivo de los exámenes de selectividad (“esa farsa estipulada que es el trayecto educativo”, nos confiesa). Desde el parapeto, la elevación frente a la explanada que conecta los diferentes edificios, se produce un parón temporal que dura toda la novela: autoficción lírica metaficcional y cuántica. Seguimos añadiendo categorías a este texto inclasificable en un solo género.

La visión de pájaro narrativa de la facultad se agiganta para abarcar todo el pasado del protagonista, que cruza desordenado, con analepsis continuas de forma aleatoria, por su cabeza. La memoria es una gramola, un disco que hace sonar, sin ninguna jerarquía cronológica, los recuerdos que han formado la personalidad del narrador. Saltos temporales y geográficos, de Asturias a Madrid, de Guadalajara a Zaragoza, a Gijón, a Siena…, de calles a parques, de pueblos a ciudades, hasta alcanzar “algún lugar de la infancia”, de 1998 a 1996, a 1994, y de allí hasta 2000 y 2015…; como muy acertadamente se afirma en la novela, toda una “ruleta rusa del recuerdo”.

Todo ocurre en un instante, incluso aquellos sucesos que fueron descartados y se quedaron como opciones; esos también se desarrollan. Hay una clara correspondencia entre la visión de la facultad desde las alturas y el mecanismo que activa las evocaciones:

Volví a asomarme al balcón de mis recuerdos”.

Así arranca el texto. Se desgrana un proceso de experiencias que, fundamentalmente, ayudaron al protagonista a entender la derrota: “aprendí a perder”, afirma. La novela es una fuga “por los meandros del pasado”. Muy borgianamente, se nos asegura que “el laberinto es el camino”. De ahí esta estructura enredada de la novela, al parecer única forma válida y real de poder movernos entre los recuerdos.

Por ello, la presencia de un enigmático baúl en la casa de verano familiar, tiene un poderoso carácter simbólico: la memoria es ese baúl desordenado, que una vez abierto se desborda irrefrenablemente, la rotura de la represa, agrietada, por donde se abalanza el torrente de los recuerdos:

Dejar abierto el pasado para que alguien, sea de la sangre o no, lo airee con la excusa del empeño benéfico del historiador, es permitir que lo íntimo surja, camine recto por la existencia y sea, en definitiva, deudor de hechos y palabras. Lo que no se nombra, como bien plantea la filosofía, no existe”.

Ese baúl abierto es Y entonces volaron, y viene a reafirmarme en la ya expuesto: que cuando hacemos biografía o autobiografía seleccionamos y dejamos recuerdos a un lado. Y eso que no se registra no existe. Esto es la ficción. Esta es la ficción desarrollada en la novela. Memoria y ficción van de la mano y, como queriendo darme la razón, Barceló reflexiona mediante su narrador:

Nuestros recuerdos (…) tienen la fiabilidad de una confesión arrancada en el potro de tortura. Ahí está la gracia, en la traición latente entre los hechos y el discurso”.

Y añade, casi al final del libro:

la verdad y el recuerdo casan muy mal”.

Antes me refería a la calificación del ejercicio de memoria que aparece en la novela como “ruleta rusa del recuerdo”. Lo de ruleta queda claro en los saltos, en las idas y venidas, pero lo de ruleta rusa es un término acertadísimo en relación con otro aspecto: el dolor. Cuando amartillamos el arma de la memoria no somos conscientes de que la hemos cargado con proyectiles que pueden herirnos hasta que detonamos el recuerdo. La novela de Barceló es una novela, además, de formación o iniciación, bien presente en dos topos literarios: el aprendizaje amoroso con sus desengaños y el encuentro con la muerte. Las dos balas que más pueden destrozarnos.

Encuentros y desencuentros amorosos del protagonista en la novela hay varios, pero creo que la conciencia de la existencia de la muerte es el pilar fundamental en la construcción de la personalidad. Uno no abandona la infancia, no deja de ser niño, hasta que no entra en contacto directo con la muerte. Aquí, además, viene de la mano de algo tan desconcertante como cruel, el suicidio de un compañero. “Una hostia con la mano abierta”, asegura el narrador. Un golpe que, primero, te aturde por inesperado, y luego te franquea el acceso a la realidad completa, aquella que hasta el momento solo percibías de refilón.

Y entonces volaron, autoficción lírica metaficcional, cuántica y de aprendizaje y formación…, seguimos llenando el riquísimo baúl genérico del libro…

El protagonista, en su atalaya de la Ciudad Universitaria, vive un instante epifánico que deforma el espacio y el tiempo. Se convierte en ese Billy Pilgrim del norteamericano Kurt Vonnegut, protagonista de Matadero Cinco (Anagrama), y permanece detenido en un instante pensante, como tantos personajes de las novelas del austriaco Thomas Bernhard, como por ejemplo el narrador de El malogrado (Alfaguara), que recuerda toda la historia detenido de pie a la entrada de una fonda.

Además, Barceló también comparte con Bernhard esa idea de que el despertar, o el acostarse, los principios y finales de la jornada, son horribles. Así, el narrador de Y entonces volaron manifiesta que:

Concluir un día puede ser aterrador”.

No puede  ser más bernhardiano, como el enclaustramiento mental, esa cárcel de memorias que el protagonista está, realmente, experimentado:

Estar allí, prisionero en la atalaya universitaria, era como el inicio de un sueño”.

Como también es bernhardiano, mucho, el asunto del suicidio. En el austriaco es un tema recurrente, la novela de Barceló nos aproxima una máxima: esa idea autodestructiva, la de arrojarnos contra el asfalto y reventar, es una especie de comezón que, al menos los escritores, siempre llevamos dentro, esperando la oportunidad cruel para actuar. A raíz del suicidio del compañero, algo se quiebra en el muchacho, expresado en términos literarios existenciales:

Hay mucha diferencia entre pensar en primera persona y hacerlo en tercera. Era la primera vez que sentía un instinto suicida. Únicamente podía intuir, incluso físicamente, cómo sería caer desde el séptimo piso en el que me encontraba”.

Otros muchos escritores pensaron en primera persona y lo llevaron a cabo. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en el libro del barcelonés Toni Montesinos editado por Ápeiron: El gran impaciente: Suicidio literario y filosófico. Os dejo enlace a la crítica que de esta obra publiqué en su día en Achtung!:

https://achtungmag.com/toni-montesinos-y-el-suicidio-morir-como-un-asunto-literario-y-filosofico/

El suicidio es una forma de derrota. En la novela de Barceló se asume que dedicarse a la escritura no sólo es una labor de zapa, de autodestrucción, sino que entraña todos los componentes del fiasco: “el fracaso es el alma del poeta”, nos asegura, y debemos entender aquí la palabra poeta en toda su extensión, como un ser creador de literatura. Parece una mala idea elegir semejante actividad. Para Barceló el texto, la novela, debería estar:

libre de las miserias terrenales, de las clientelas, de los éxitos ajenos a la calidad literaria a la orden del día, de los excesos de la ansiedad, de que cada novela sea como volver a empezar, de la travesía del desierto que es buscar editorial, de la esclavitud de las ventas — y de la crítica— y de tantas otras cosas. Me siento feliz al pensar que él es solo literatura. Así, en abstracto, sin cuentas pendientes, sin desvelos promocionales…”.

De esta hermosa forma alcanzamos el final, porque este artículo crítico tiene un final, como final posee Y entonces volaron, solo que es tan hermoso, inspirado y sorpresivo, que no estoy dispuesto a revelarlo, pero eso sí, dota de significado a toda la novela, este “remedo emocional de la teoría de la relatividad” en donde “pasaron varias vida en un instante”, tal y como se nos informa próximos ya al desenlace apollinairiano.

Quizás, lo que ha llevado a cabo Juan Laborda Barceló, ha sido algo en consonancia con la otra cita que abre el libro y que he dejado especialmente apartada para mencionarla en este último tramo de mi artículo: “Las cenizas que, para consolarnos, llamamos biografía”, verso de la poeta jerezana Raquel Lanseros. Ahora entiendo: el autor ha escrito un libro que es como aventar los rescoldos de su vida, esos que le abrasan, y los ha transformado en literatura de verdad, esa que es literatura de la buena.

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